Su rancho era de barro, y el techo de paja tenía un flequillo largo que apenas si dejaba ver la puerta y las dos ventanas del tamaño de un cuaderno.
Vivía sola, pero su casa siempre estaba llena. Si no venían los perros, estaban las gallinas, estaba el loro y la cotorra, que era más entendida que el comisario.
Si no estaba la cotorra, estaba algún vecino viajero. Y no se podía pasar por la casa de la Viejita sin parar a tomar unos mates, porque ella siempre tenía algo para convidar al cansado. Algunas veces sucedió que en las tardecitas calientes se juntaban todos: perros, gatos, loros, chicharras, vecinos de pie o a caballo, vaquitas de San Antonio que se dormían en la higuera y malones de mosquitos que cantaban y querían comer.
Entonces la Viejita sacaba agua fresca del pozo para convidar y cebaba mate mientras canturreaba junto al brasero:
-Todo cabe
en un jarrito
si se sabeee
a-co-mo-dar.
Por eso tenía tantas visitas.
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