jueves, 16 de diciembre de 2021

EL DÍA DEL SEÑOR REGINALD PEACOCK (1917). Un cuento de Katherine Mansfield

No había nada que odiara más que el modo en que ella lo despertaba de mañana. Lo hacía a propósito, por supuesto. Era su modo de arruinarle el día, y él no iba a permitirle que adivinara hasta qué punto tenía éxito. Pero verdaderamente, verdaderamente, despertar así a una persona sensible era absolutamente peligroso. Tardaba horas, horas, en recuperarse. Ella entraba al cuarto embutida en una bata y con un pañuelo atado en la cabeza –para demostrarle que desde el amanecer trabajaba como una esclava– y lo llamaba con voz fuerte y admonitoria:

—¡Reginald!

—¡Eh! ¿Qué? ¿Qué pasa?

—Es hora de levantarse, las ocho y media.

Y salía cerrando la puerta con suavidad, para irse a saborear el triunfo, suponía él.

Entonces él se daba vuelta en la enorme cama, con el corazón aún agitado y, con cada latido, sentía que su energía huía de él, que su... su inspiración para ese día se ahogaba en cada uno de esos palpitantes latidos. Parecía como si ella se regocijara malvadamente en hacerle la vida más difícil de lo que ya era –y Dios bien sabe que era–, en negarle sus derechos de artista, tratando de hacerlo descender a su nivel. ¿Qué le pasaba? ¿Qué demonios quería? ¿Acaso no tenía él tres veces más alumnos ahora que cuando se casaron, acaso no ganaba tres veces más y no había pagado hasta la última cosa que poseían, no se desangraba ahora para enviar a Adrián al jardín de infantes?... ¿Y acaso le había reprochado alguna vez que cuando se casaron ella no aportó ni un penique? Jamás le dije una palabra. ¡Jamás! La verdad era que cuando una mujer se casaba se volvía insaciable, y la verdad era que no había nada más fatal que el matrimonio para un artista, al menos mientras tuviera menos de cuarenta años... ¿Por qué se había casado con ella? Se hacía esta pregunta un promedio de tres veces al día, pero jamás había podido responderla satisfactoriamente. Lo había pescado en un momento de debilidad, cuando su primer contacto con la realidad lo había dejado perplejo y atontado por un tiempo. Mirando hacia atrás, él se veía como una criatura joven y patética, casi un niño, como un pájaro domesticado a medias, totalmente incompetente para hacer frente a deudas y acreedores y a lodos los sórdidos detalles de la existencia. Bien... ella había hecho todo lo posible para cortarle las alas, si es que eso le causaba alguna satisfacción, y bien que podía felicitarse por el éxito de su ardid matutino.

Uno, pensaba él, debería despertarse exquisitamente, resistiéndose, deslizándose de la cama tibia. Empezó a imaginar una serie de encantadoras escenas que culminaron cuando su alumna más atractiva le rodeaba el cuello con sus brazos desnudos y perfumados y le decía, cubriéndolo con su pelo largo: “¡Despierta, mi amor!”. CONTINUAR LEYENDO

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