martes, 21 de diciembre de 2021

"TUXPANGO". Un cuento de Berta Hiriart

-¡No se vayan a ir a la cascada! -gritaron los adultos como era su costumbre gritar en cuanto llegaban a Tuxpango. Cada año lo mismo. Primero la eternidad de siete horas de carretera, que sólo se aguantaban por la ilusión de bajar en el malacate hasta el corazón del valle. Horas que se iban en la pregunta “¿Ya vamos a llegar?” y la respuesta “Todavía no, canten algo”. A lo que seguía “La mar astaba sarana, sarana astaba la mar” y “Por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas”. Hasta que por fin, ahí estaba Tuxpango con su malacate, su presa y demás maravillas. Era entonces, cuando los niños descargaban sus mochilas, que venía el recordatorio: “¡No se vayan a ir a la cascada!”

Los cuatro amigos rieron. “No, cómo creen”. Y se echaron a andar con sus pantalones cortos de niños de ciudad. Pasaron sin detenerse junto a la casa de máquinas. Ahí había que entrar con el papá de Isa. Escuchar sus explicaciones sobre cómo la fuerza del río se convierte en electricidad era tan fascinante como conocer los secretos de un mago. El truco estaba en la acción de unas palancas y tornillos gigantes. Y, bibidibabidibú: de agua a luz, de líquido transparente a foco que se enciende en el buró. Cada año se repetía la visita y los niños no acababan de entender. “Es que los muchachos de ahora ya no estudian a Galileo”, decía el ingeniero moviendo la cabeza de un lado al otro.

Por el momento, los cuatro siguieron adelante. El pasaje de árboles frutales les dio la bienvenida convidándolos a tomar un refresco natural. Andrés cortó unos limones reales con su navaja de siete gracias distintas. Las cáscaras volaron a mordiscos y un fuerte aroma se extendió por los aires. Isa espantó un insecto que se empeñaba en probar la sangre de sus mejillas regordetas. Aunque hacía tiempo que ya no le decía Mixpango a Tuxpango, aún conservaba algunos rasgos de niña pequeña.

-¿Están seguros de que vamos bien? -preguntó.

Rolo y Elena, que se habían rezagado hablando en voz baja, se acercaron a ella.

-No -bromeó Rolo, parece que nos estamos perdiendo en medio de la selva.

La brecha abierta en medio de la maleza había desaparecido, de modo que había que continuarla con el puro filo de los pasos. Un pájaro lanzó un graznido.

-¡Qué chistocito! -comentó Isa parada de puntas para alcanzar de un coscorrón la cabeza de Rolo-. En serio, ¿vamos bien?

Andrés intervino con su temple de persona mayor.

-Claro, ya se ve desde aquí la roca con cara de doña Josefa Ortíz de Domínguez.

Elena respiró a sus anchas. Algo tenía este lugar que le daba una sensación de libertad nunca repetida en la ciudad. Rolo se le aproximó con ganas de decirle algo, pero no supo bien a bien qué, y tampoco tuvo tiempo para encontrarlo porque ella de pronto echó a correr, gritando:

-¡Pamba a quien llegue último al despeñadero!

Y los cuatro galoparon entre la hierba cálida, confundidos con los miles de pequeños animales que hacían lo mismo en esas horas del mediodía. El aire puro los coloreaba con nuevos tonos, les sacaba la risa guardada a fuerzas en la escuela, se les metía en los ojos dándoles el brillo del buen humor. CONTINUAR LEYENDO

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