Cuando abrió los ojos, sin comprender todavía dónde estaba, creyó verse otra vez en aquella casa, tirada en el suelo con aquel peso encima y las rosas tan cerca de la nariz; pero estaba ahí, acostada en la cama, como está desde hace días. El hombre del sueño, como el verdadero, era viejo y gordo, y llevaba un reloj de cadena. La tarde en que lo vio por primera vez, aquel verano, tenía puesto un traje oscuro con chaleco. Ella lo ha seguido mirando como si un foco de luz, un círculo, lo hubiera acorralado hasta la muerte. Junto a la cama hay un velador, una lamparita con una pantalla de tela floreada que Ivonne le trajo ayer, para que lea fotonovelas por las noches, cuando el sueño se va sin que ella sepa adónde; pero ella no puede leer porque le da la fiebre.
Se acostó con el viejo muchos años, ya no recuerda cuántos, hasta que él no pudo más que tocarla; y si se quedó a su lado fue por no darle a su madre un disgusto. En ese tiempo, olía su perfume dulzón sobre la piel floja del cuello y sentía el peso de su vientre encima de ella, y miraba, como ahora mira, el techo, pero con él encima; y no estaban las manchas en la pared, sino una araña de caireles que sonaban con la brisa. Los hombres que vinieron después también la habían montado torpemente, pero a ella nunca le dieron asco. Eran hombres que eructaban cebolla, ajo, las comidas que cocinaba Eudora, y sin embargo a ella nunca le dieron asco. Algunos tenían unos espolones como de gallos bajo los dedos de las manos, de tanto tirar las sogas, de amarrar las barcas, y a ella le gustaba dejarse restregar los pezones con esas manos y le venía, por las mañanas, cuando lo recordaba, como una cosquilla allá abajo y la certeza de que se estaba mojando. Tal vez no le dieran asco porque eran jóvenes, hombres que tiran los tientos y se queman al sol y que luego en la noche necesitan, después de comer en lo de Eudora, una mujer para echarle todo, la bronca y todo también adentro. Le parece que aun a los que se le subieron nomás una vez, los ha querido un poco: hombres que trabajan toda la semana en los barcos trayendo la pesca y la única alegría que tienen es tomarse unas cervezas y pagarle a una mujer. Sabe que alguno le ha pegado la peste, la ha dejado podrida, sin poder trabajar, pero no lo culpa; no sabe quién es y si lo supiera no lo culparía. Ha disfrutado a su manera con esa vida que le tocó, ha tratado de sacarle el gusto. CONTINUAR LEYENDO
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