El periodista británico John Langdon-Davis cuenta en su Behind the Spanish Barricades que los anarquistas españoles de los años treinta eran partidarios de sustituir su odiada coacción por “la persuasión forzosa”; por eso, aunque renegaban de la disciplina, exigían “una mejor organización de la indisciplina”.
“Maestra, ¿tenemos que hacer hoy, otra vez, lo que queramos?”, le preguntaba en una ocasión una alumna a una profesora decidida a imponer la no directividad, porque era partidaria de respetar el supuesto derecho del niño a conquistar la felicidad por medio de su libertad.
Quienes critican tanto la disciplina de la contención como las rutinas impuestas, suelen creer que hay algo así como una disciplina auténtica que brota espontáneamente del alma de quien reflexiona autónomamente sobre sí mismo. Deberían observar un poco más de cerca la realidad, porque la contención puede expresar un autodominio loable en una persona de cualquier edad y las rutinas (higiénicas, alimentarias, de sueño, etc.) contribuyen a la estabilidad psíquica y emocional del niño, al proporcionarle experiencias de orden contra el caos.
El amor es una moneda de dos caras. Una es la de la aceptación del ser amado por ser quien es. La otra es la de la exigencia al ser amado para que esté a la altura de quien es. Cada cara de la moneda corrige los excesos de la otra. No negaré que no siempre es fácil mantener la moneda en equilibrio sobre su canto. A veces cae de un lado y a veces de otro. Pero la aceptación del otro sin exigencia degenera fácilmente en indulgencia; así como la exigencia sin aceptación suele degenerar en frustración. El amor no se conforma con mensajes de autoayuda. Por eso admiramos a los padres que ayudan a sus hijos a crecer competentes frente al riesgo. CONTINUAR LEYENDO
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