En “Un pacto con el diablo”, cuento de Juan José Arreola publicado en el libro “Confabulario” (1952), un hombre llega tarde al cine y le pide a su vecino que le resuma la película que está viendo. El hombre, muy amablemente accede y pone al día al protagonista sobre la historia que se exhibe en pantalla. Esto sirve de excusa para que entre ambos se entable una conversación que adquiere un tono misterioso y a la vez fascinante: ¿qué haría usted si el diablo intentara comprar su alma? Un relato que nos hace cuestionarnos acerca del valor del dinero y el verdadero sentido de la vida.
UN PACTO CON EL DIABLO
AUNQUE me di prisa y llegué al cine corriendo, la película había comenzado. En el salón oscuro traté de encontrar un sitio. Quedé junto a un hombre de aspecto distinguido.
—Perdone usted —le dije—, ¿no podría contarme brevemente lo que ha ocurrido en la pantalla?
—Sí. Daniel Brown, a quien ve usted allí, ha hecho un pacto con el diablo.
—Gracias. Ahora quiero saber las condiciones del pacto: ¿podría explicármelas?
—Con mucho gusto. El diablo se compromete a proporcionar la riqueza a Daniel Brown durante siete años. Naturalmente, a cambio de su alma.
—¿Siete nomás?
—El contrato puede renovarse. No hace mucho, Daniel Brown lo firmó con un poco de sangre.
Yo podía completar con estos datos el argumento de la película. Eran suficientes, pero quise saber algo más. El complaciente desconocido parecía ser hombre de criterio. En tanto que Daniel Brown se embolsaba una buena cantidad de monedas de oro, pregunté:
—En su concepto, ¿quién de los dos se ha comprometido más?
—El diablo.
—¿Cómo es eso? —repliqué sorprendido.
—El alma de Daniel Brown, créame usted, no valía gran cosa en el momento en que la cedió.
—Entonces el diablo…
—Va a salir muy perjudicado en el negocio, porque Daniel se manifiesta muy deseoso de dinero, mírelo usted.
Efectivamente, Brown gastaba el dinero a puñados. Su alma de campesino se desquiciaba. Con ojos de reproche, mi vecino añadió:
—Ya llegarás al séptimo año, ya.
Tuve un estremecimiento. Daniel Brown me inspiraba simpatía. No pude menos de preguntar:
—Usted, perdóneme, ¿no se ha encontrado pobre alguna vez?
El perfil de mi vecino, esfumado en la oscuridad, sonrió débilmente. Apartó los ojos de la pantalla, donde ya Daniel Brown comenzaba a sentir remordimientos, y dijo sin mirarme:
—Ignoro en qué consiste la pobreza, ¿sabe usted?
—Siendo así…
—En cambio, sé muy bien lo que puede hacerse en siete años de riqueza. CONTINUAR LEYENDO
No hay comentarios:
Publicar un comentario