En esta ponencia, Ema Wolf, mientras va describiéndonos sus visitas que como escritora realiza a distintas escuelas, reflexiona sobre la lectura que se hace en dichas instituciones.
«Usa» los textos de ficción, los manipula y los trasmuta. Una vez leídos, a los chicos los ponen invariablemente a trabajar con ellos: los hacen hacer dibujos, posters, dramatizaciones, manualidades, redactan nuevos finales y nuevos textos con los mismos personajes, cuando no subrayan las palabras esdrújulas, como si la lectura no pudiera permanecer como pensamiento, interioridad, conversación, y debiera dar prueba física de su existencia, porque ésa es a la vez la prueba de que «sirve». Yo les pregunté a los maestros por qué los hacen trabajar después de leer, nunca encontré una respuesta satisfactoria. Siempre siento que esas prácticas alejan a mis textos de mí, y a los lectores de mis libros, de mis formas deseables de leer. La escuela actúa en función de necesidades que yo no tengo, pero nunca me convencerán de que una maqueta de plastilina, un disfraz de Maruja, un rotafolio, sean extensiones necesarias de mis textos, y tampoco que, después de haber hecho todas esas cosas, los chicos los habrán comprendido mejor, o disfrutado más, o se sentirán más estimulados a leer. [...]
A pesar de estas cosas nuestra escuela -sobra decirlo- es fundamental como promotor a de lectura. La necesitamos muchísimo, y todo lo que me escuchen decir aquí serán apenas variaciones de un único conflicto no resuelto entre la importancia que tiene y le asigno, y el escozor que me causan algunos de sus métodos, que a veces hasta parecen conspirar contra sus propósitos. [...]
Dado que ellos componen textos, o los hacen componer textos, en clase o en concursos, trato de hacerles ver que un autor también compone «el músico, el escultor también componen, y que las dificultades, en sustancia, no son tan distintas: siempre se trata de maniobrar con esa materia prima, y herramienta a la vez, tan escurridiza que es el idioma. Entonces les comento cuánto se hacen esperar las ideas a veces; cómo algunas no llegan a desarrollarse nunca y quedan en eso, en ideas; la cantidad de información que demandan algunas historias, al punto que a veces tengo que recurrir a los libros de escuela de mis hijos para obtenerla; la cantidad de gente que molesto buscando esa información y las situaciones a veces grotescas que eso genera y que yo disfruto con total conciencia; los fascículos, el diccionario de sin6nimos, la enciclopedia de mi abuela, los recortes y dibujos que hacen como una guardia de cuerpo alrededor; los modestos y extravagantes documentos que me proveen de nombres para los personajes... [...]
Cuesta admitir que las cosas sean tan inciertas. Que la lectura se produzca a los tropezones y por un terreno irregular. Que nada se pueda dar por seguro. Que el lugar de lectura que más necesitamos no sea óptimo. A veces salgo de las escuelas enfurruñada, otras, emocionada, cuando los maestros, sobre todo, los de la escuela pública, armaron una movida de lectura interesante en condiciones adversas.
Por cierto, la escuela siempre me confunde. Es común que me vean como una estrella del patín -tengo que aclarar «no, niños, nadie me pide autógrafos por la calle»- , y no es raro que me vaya con el narcisismo mellado: la maestra pregunta: ¿Cómo se imaginaban a la autora? Más joven, contestan; un niño levanta la mano y afirma, complaciente: «El libro tuyo que más me gustó fue...» y nombra el de otro autor. Pero no importa, a no quejarse, ellos mezclan todo, los libros y los autores, son sus formas de apropiación, desprolijas pero siempre legítimas.
¡Qué importante y necesaria la formación dialógica del profesorado para todos estos temas...!
ResponderEliminarUn abrazo desde Atlanta.
Mª Pía