Harrison
amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto,
soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces
perfumaban el aire.
Un familiar
chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó
en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que
menos esperaba.
-¡Qué
alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto,
allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.
-¡Yo en
persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella
parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-¡Me siento
encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano
hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas. CONTINUAR LEYENDO
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