El señor
Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una
joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre
discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en
circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran
a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que
tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque
el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones
respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el
comportamiento, en vez de libertad y franqueza.
Por eso,
apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de
mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada
quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera
invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y,
apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo
ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino
también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos,
o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese
pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi
campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar
presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; esta sigue siendo en el fondo una
actitud indiscreta y retrógrada.
De
regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la
mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de
las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida
en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón,
el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. Sí -reflexiona,
satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos
quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más
que la mirada de una gaviota o de una merluza.
¿Pero
será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona
humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor,
considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino?
¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina,
encallecida con los años en insolencia rutinaria? CONTINUAR LEYENDO
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