En el pueblo los llamaban les Francisquitos, por alguna
extraña razón que ya nadie recordaba, pues él se llamaba Damián y ella Timotea.
Se les tenía aprecio y algo de lástima, porque eran buenos, pobres y estaban
solos. No tenían hijos, por más que ella subió tres veces a la fuente
milagrosa, a beber el agua de la maternidad, e hizo cuatro novenas a la santa
con el mismo deseo. Labraban una pequeña tierra, detrás del cementerio viejo,
que les daba para vivir, y tenían como única fortuna un hermoso caballo rojo,
al que llamaban Crisantemo. Muchas
veces, los Francisquitos sonreían mirando a Crisantemo,
y se decían:
—Fue una buena compra, Damián.
—Buena de veras —decía él—. Valió la pena el sacrificio. Sabes, mujer, aunque la tierra no dé más que pa mal vivir, el Crisantemo es siempre un tiro cargado. Entiendes lo que quiero decir, ¿no?
—Sé —respondía ella—. Sé muy bien, Damián. Es un empleo que le dimos a los ahorros.
Crisantemo era el fruto de una buena cosecha de centeno. Nunca pudieron ahorrar, hasta entonces. Cierto que apretaron el cinturón y se privaron del vino (y hasta el Damián de su tabaco). Pero se tuvo al Crisantemo, que daba gloria de ver. Nemesio, el juez, que tenían en la aldea por hombre rico —más de cien cabezas de ganado y tierras en Pinares, Huesares y Lombardero—, le dijo, señalando la caballería con el dedo:
—Buen caballo, Francisquito, buen caballo.
Alguna proposición tuvo de compra. Pero, aunque la tentación era fuerte —se presentó un invierno duro, dos años después—, los Francisquitos lo pensaron bien y mejor. Lo hablaron a la
noche, ya recogidos los platos, junto a la lumbre. CONTINUAR LEYENDO
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