La mujer se llamaba Sarah Ellen, estaba casada y tenía dos hijos. Era rubia como una muñeca rubia, tenía la piel muy blanca y en la cabeza, una cascadita de rulos.
Cierta vez, alguien creyó ver en su cuello una marca oscura y entonces dijo, en serio o en broma, que tal vez la había mordido Drácula, y así, unos por otros, todos empezaron a considerar que se trataba de una mujer vampiro.
Tanto se dijeron estas cosas aquí y allá, que se enteraron del asunto las Mujeres Honradas de la Ciudad de Londres, y escandalizadas informaron a las máximas autoridades de la iglesia que a una mujer de Blackburn llamada Sarah Ellen la había mordido Drácula.
Enteradas de esto, las máximas autoridades de la iglesia presionaron al obispo.
El obispo presionó al pastor de Blackburn.
Y el pastor de Blackburn, acorralado, dijo que, a su parecer, la gente tenía razón, y que la mancha en el cuello de Sarah Ellen debía ser, en verdad, la marca de un beso de Drácula.
Ella rió maliciosa y su marido gritó a quien quisiera oírlo que nada de lo que decían era cierto, que todo era una ridicula patraña, que lo único cierto era que su mujer tenía la piel muy blanca, y que era hermosa, la más hermosa de Blackburn.
Pero nadie quiso oirlo.
Y a ninguno, ni al pastor ni a los vecinos ni al obispo, se le movió un pelo cuando las autoridades del
pueblo y de la iglesia juzgaron a Sarah Ellen y la condenaron a muerte. CONTINUAR LEYENDO
Fuente:Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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