martes, 7 de agosto de 2018

El lector, ¿una especie en extinción? Un artículo de José Carlos Castañeda en Crónica México (www.cronica.com.mx)



Los libros me encantan porque son un objeto mágico: ocultan suspenso, fantasía, mitos, historia. Todo sueño, deseo o pensamiento humano cabe entre sus páginas. Más que respuestas a un enigma, el libro es el jardín donde crecen las preguntas.

La lectura es una experiencia de alto riesgo, algo que podría compararse con el deporte extremo. Este símil proviene de una reflexión de Mario Vargas Llosa. El autor de novelas entrañables, como Conversaciones en la catedral o La Casa Verde, advierte que una persona que “no lee, o lee poco, o lee sólo basura, puede hablar mucho pero dirá siempre pocas cosas, porque dispone de un repertorio mínimo y deficiente de vocablos para expresarse”. Leer es la única forma de enriquecer la experiencia. No es suficiente con vivir. Para expresar lo vivido hace falta contar con un lenguaje y un vocabulario capaz de comunicar los matices de la existencia. Las emociones o los sentimientos tienen connotaciones distintas cuando nuestro léxico acude a la imaginación literaria para mostrar el registro de sus diferencias. ¿Acaso la tristeza es sólo un sinónimo de la melancolía? Las novelas o la literatura es una forma de descubrir esa textura emocional de la vida, que de otra manera se hunde en la rutina ordinaria. Para vivir con intensidad, la literatura ofrece el vocabulario que profundiza la experiencia de los sentimientos. Como relata Flaubert, la Educación Sentimental está en la memoria de lo vivido, en el recuerdo.

En su novela Fahrenheit 451, Ray Bradbury imaginó un mundo amenazado por la destrucción de todos los libros, donde la única resistencia era un acto de memorización. Un lector se responsabiliza de leer una obra completa a un compañero, para conservar una suerte de biblioteca de la memoria, donde cada persona es un libro. De modo que por las calles desfilan Ana Karenina, Rayuela, Pedro Páramo, El Ulises, La Odisea, Fausto o El Quijote. Esta ficción sobre el exterminio del arte literario es una metáfora sobre la manía totalitaria de borrar la creatividad individual.

Unos años atrás, en su ensayo El Canon Occidental, Harold Bloom lanzó una provocación: el fin de la lectura no estriba en la falta de libros, sino quizá en lo contrario. La proliferación de los libros despierta una duda fundamental. ¿Qué leer? ¿Cuáles son los libros que deben elegirse? En un mundo donde cada vez hay menos tiempo para estar a solas con un libro. ¿Cuál es el criterio para leer? ¿Cómo distinguir a un autor de otro? Su propuesta de un Canon creó una polémica. La pregunta es pertinente ante la desaparición de los lectores: ante los millones a autores y libros publicados, ¿cómo elegir?, ¿cómo distinguir? ¿Cuál es el criterio del gusto?

En otro sentido, con una dulce melancolía Giovanni Sartori anunció el fin de la lectura como comportamiento social y le dio la bienvenida al homo videns. Ese cambio de época significa la derrota del lector como protagonista de la vida pública, ahora refugiado en las catacumbas de su biblioteca privada. Uno de los anhelos más profundos de la Ilustración agoniza. El lector como protagonista de la vida pública, como creador de esa esfera de debate racional.

Antes de aprender a leer, los niños controlan la pantalla de un televisor o de la tableta. Su educación comienza en la imagen. El cultivo de la lectura pierde incondicionales. ¿Cuál es la diferencia entre periscopear la vida y leer la existencia? La distinción entre una cultura visual y la cultura escrita. Sartori insiste: la diferencia radica en un dilema clásico. El homo videns sujeta su experiencia a la percepción de los sentidos. El lector abre su universo al campo del pensamiento abstracto, de lo conceptual. Para decirlo con una frase de Séneca: “viviríamos en un lugar demasiado angosto si existiera algo que permaneciese cerrado para el pensamiento”.

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