viernes, 27 de septiembre de 2019

"La disciplina de la imaginación." Conferencia pronunciada por Antonio Muñoz Molina en el Primer Ciclo de Conferencias "La educación que queremos" organizado por el Grupo Editorial Santillana.

No creo que pueda avanzarse mucho en la reflexión sobre el lugar de la literatura y de la palabra escrita en la enseñanza si no se revisa la absurda y rígida distancia que ha venido estableciéndose en España entre lo que se llama educación y lo que se llama cultura. Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecerían, para entendernos, al reino de la educación, y los vivos al de la cultura, lo cual no debe de estar muy lejos de aquel siniestro refrán del muerto al hoyo y el vivo al bollo. El muerto al hoyo de los manuales, de los apuntes y de los comentarios de texto, y el vivo al bollo precario, pero en ocasiones sustancioso, de las conferencias de postín y de los premios y los convites oficiales. ¿No hubo, hasta hace uno par de años, un Ministerio de Educación y otro de Cultura? Y aun cuando ahora están juntos, ¿alguien se ha parado ha pensar si hay alguna relación entre lo que hace la parte educativa del ministerio bífido y lo que hace su lado cultural, o lo que queda de cualquiera de los dos después de los traspasos a las autonomías?

Para ahondar más las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del prestigio, mientras que la Educación apenas ocupa páginas de verdadera relevancia en los periódicos, ni es motivo, en general, de la atención sincera y preocupada de los que se dedican al periodismo, y casi tampoco de los que se dedican a la política, incluso a la política educativa. Cuando un asunto relacionado con la enseñanza provoca titulares es infaliblemente porque está siendo usado como pretexto para alguna reyerta partidista. Se oculta así, por una mezcla de intereses y de falta de interés, lo que cualquier profesor y cualquier padre saben y sufren, que la educación, sobre todo la pública, está sometida a una degradación y un descrédito cada vez mayores, padecidos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deberían ser sus beneficiarios.

La cultura es un escaparate y una coartada, en ocasiones de lujo, sobre todo para los jerifaltes de las satrapías autonómicas y municipales que gastan sin el menor escrúpulo de responsabilidad presupuestaria. La educación es un oficio que ha sido despojado en los últimos años de toda su dignidad pública y de gran parte de su legitimidad moral. Para alcanzar la categoría de lo culto no es necesario saber, sino estar al día. Más que el maestro ilustrado y perseverante importa el nebuloso gestor de actos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer de verdad nada, pero que se las sabe todas, y por lo tanto puede ofrecer al político lo que éste más aprecia y exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de periódico o unos segundos en la televisión.

Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que éste pareciera, marginan cada vez más no ya a los saberes humanísticos, como piensan algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual: pero al mismo tiempo que el poder político perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltación de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de los oropeles más lujosos de la cultura. Pondré un ejemplo que me parece de una claridad aleccionadora. Hace unos años se celebró en Madrid una magnífica exposición de Velázquez, con motivo del tercer centenario de su muerte, a la que acudieron no sé cuántos cientos de miles de alumnos de enseñanza primaria y de institutos de bachillerato. En apariencia era una oportunidad de encuentro entre esos dos ámbitos ajenos entre sí de la educación y la cultura. Pero, dejando a un lado que la mayor parte de los cuadros pueden verse a diario en el Prado, y que las colas y las multitudes difícilmente permitían la contemplación de tantas obras maestras, cabe preguntarse con tranquilidad en qué medida estaban adiestrados la mayor parte de los alumnos para mirar y entender la pintura. Si desde los primeros años de la escuela no se han desarrollado en ellos sus habilidades casi innatas para el dibujo y la valoración del color; si en los planes de estudio la Historia de España, por no decir la Historia Universal, ha sido resumida en un vago híbrido que antes de la última reforma se llamaba ciencias sociales, cuando no en la historia (falsificada) de su comunidad autónoma o su comarca; si apenas han tenido ocasión de saber cuál es el pasado real del país donde viven y de conocer y gozar la literatura del tiempo en que vivió Velázquez; si es posible que muchos de ellos, por no saber, no sepan escribir correctamente ese nombre ni ponerle el acento, ¿cómo podrían juzgar y disfrutar esa pintura y mirar esos rostros que para ellos proceden de un mundo tan remoto como el planeta Saturno? Pero ya dije que no se trata de saber, sino de estar al día, y para estar al día no hay que estudiar ni entender a Velázquez, o a Goya, o a los pintores y arquitectos del tiempo de Felipe II cuyas obras se están recordando ahora en el Escorial: basta con haber estado en una exposición, con haber participado siquiera como figurantes en el espectáculo de la cultura. CONTINUAR LEYENDO

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