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lunes, 4 de septiembre de 2023

"EL LIBRO". Un "articuento" de Juan José Millás.

El libro se parece a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona todo lo que sucede cerca de él, incluidos el tiempo y el espacio. De manera que a lo mejor son las ocho de la mañana y tú vas en el autobús a la oficina, pero de súbito eres arrebatado por esa masa gravitatoria llamada libro, que llevabas en la mano o en el bolso, y apareces en un escenario diferente, identificado, por ejemplo, con un individuo que se lava las manos llenas de sangre en la pila de una cocina francesa, mientras en el dormitorio de esa misma casa ha empezado a enfriarse un cadáver. Y no son las ocho de la mañana, sino las diez de la noche. Y no es primavera, sino invierno. Y tú no eres ese sujeto sin pasado que ahora se baja del autobús, sino este otro que, después de borrar las huellas dactilares de las copas de coñac, se pone un abrigo oscuro y huye escaleras abajo.

Al cerrar la novela cesa la atracción, y es, una vez más, la hora de fichar, así que fichas y entras en la oficina, donde mueves los papeles de un lado a otro o atiendes el teléfono con la eficacia o la pereza de siempre. Has vuelto a tu dimensión, en fin, sin que nadie se diera cuenta de que te habías ido. Si tus compañeros supieran que en lugar de venir de casa, como procede, vienes de una cocina francesa en cuya pila te has lavado las manos llenas de sangre, se quedarían espantados. De hecho, quizá no seas el mismo ahora que antes de haber leído el libro. Por tu sangre discurre el argumento desdichado o feliz que estaba en la novela, del mismo modo que los exploradores vuelven con malarias de África o de Molokai con lepra.

Hay más libros que playas, y en ellos está contenida la materia oscura que los físicos buscan en las estrellas. Si has leído la novela del individuo que se quita la sangre de las manos, ya siempre serás ese individuo, siempre, sin dejar de ser tú y, lo que es más sorprendente todavía, sin dejar de ser al mismo tiempo el cadáver que comenzaba a enfriarse cuando descendiste del autobús. Pura materia oscura, pues, invisible, como la conciencia, pero real como tu jefe.

miércoles, 3 de junio de 2020

Misantropía, un cuento de Juan José Millás.

En la calle Cartagena, a la altura de Zabaleta, vivía, cuando éramos pequeños, un tipo raro. Los domingos, al ir a misa, nos cruzábamos con él y mi madre censuraba su indumentaria, su barba, su manera de andar, todo, en fin, hasta que mi padre daba el asunto por cerrado con una afirmación misteriosa.

—Es un misántropo.

En las publicaciones a las que teníamos acceso en aquella época venían muchos anuncios de cursos por correspondencia. Yo quería hacer uno de radio porque me parecía emocionante andar tocando todo el día los amperios con la punta del destornillador, no sé, decían que era una cosa con futuro. Así que el porvenir adquirió enseguida la forma de un cuarto de estar con un rincón iluminado por un flexo, donde me pasaba las noches y los días montando y desmontando la realidad con la paciencia de un relojero, mientras mi mujer facturaba los trabajos de reparación y los niños crecían sin catarros. Y como con la cabeza iba muy deprisa, a veces me veía cruzándome con un vecino del barrio que decía a sus hijos:

—Mirad, es técnico de radio.

Pero desde que oí a mi padre que el tipo aquel de los domingos era misántropo, ya solo quise ser eso, misántropo, no me preguntéis por qué. Ahora, con la perspectiva que da el tiempo, creo que se refería a él con un tono escondido de admiración. Los niños tienen una habilidad especial para captar los deseos ocultos de los mayores. A lo mejor, he pensado muchas veces después, mi padre quiso ser misántropo y no le fue posible por las penurias de la época. De hecho, tenía fama de ayudar a todos los vecinos y nos educó para amar al prójimo como a nosotros mismos, etcétera. Pero yo creo que admiraba en secreto al misántropo de la calle Cartagena, al que se le permitía no ir a misa ni saludar a la gente a causa de su condición.

Durante algún tiempo estuve buscando en las publicaciones habituales un curso por correspondencia de misantropía, pero no vi nada, y lo peor es que descuidé mucho la afición a los amperios, con los que podría haberme ganado la vida y el respeto de mi familia mejor que con el trabajo del banco. Pero es que desde que escuché aquella palabra, misántropo, de labios de mi padre, cualquier otra cosa de las que entonces se podía ser me parecía poco. Siempre he pecado de un exceso de ambición. Así que cuando más tarde me enteré por casualidad, o por el diccionario, de que la misantropía consistía en odiar a los hombres, me asombré de no haberme dado cuenta antes de que esa era mi verdadera vocación. Entonces, en lugar de imaginarme yendo a misa con un traje de domingo, me veía atravesando la calle con barba de tres días, los zapatos abiertos por la punta, y una chaqueta dada de sí, mientras los vecinos, al cruzarse conmigo, decían a sus hijos, que eran como los míos en la versión de técnico de radio:

—Mirad, es un misántropo.

Las pretensiones de la juventud no tienen límites, pero la vida nos va obligando a rebajar los planteamientos iniciales, así que luego no odié a mis semejantes tanto como me habría gustado. Además es muy difícil llegar a vivir exclusivamente del rencor, así que me puse a trabajar en un banco, con horario de mañana, para tener toda la tarde para odiar, pero en seguida me casé, vinieron las horas extraordinarias, los hijos, todo eso, en fin, que le impide concentrarse a uno en sus aficiones, y había temporadas en que me pasaba meses sin odiar. A veces, incluso, cuando alguien de mi negociado se casaba o se moría, colaboraba a hacerle un regalo o a comprar una corona de flores. Una vez entregué todo el sueldo del mes a una chica que tenía que abortar en Londres. Pensé que lo hacía por odio al nasciturus, o sea, por misantropía, pero en el fondo sé que lo hice porque estaba enamorado de ella, aunque luego ni siquiera me dio las gracias y se casó con el que la había dejado embarazada. Total que ni técnico de radio ni misántropo. No suelo quejarme, no conduce a nada, pero a veces cuando paso cerca de esa esquina de Cartagena con Zabaleta, siento una devastación enorme, que creo que es la misma que atacaba a mi padre cuando nos llevaba a misa.

Millás, Juan José: La viuda incompetente y otros cuentos. Plaza & Janés Editores, Barcelona, 1998.

martes, 21 de enero de 2020

La pastilla de jabón, un cuento de Juan José Millás.


Empecé a desconfiar de aquella pastilla de jabón al comprobar que no se gastaba con el uso. La había comprado en la perfumería de siempre y era de la marca que suelo utilizar desde años; todo en ella parecía tan normal que tardé dos semanas en advertir que no cambiaba de tamaño. Pasé de la sorpresa a la preocupación cuando, tras espiar su comportamiento durante algunos días, me pareció que empezaba a crecer. Cuanto más la usaba, más crecía.

Entretanto, mis parientes y amigos empezaron a decir que me notaban más delgado. Y era verdad; la ropa me venía ancha y las cejas se me habían juntado por efecto de un encogimiento de la piel. Fui al médico y no encontró nada, pero certificó que, en efecto, estaba perdiendo masa corporal. Aquel día, mientras me lavaba las manos, miré con aprensión la pastilla y comprendí que se alimentaba de mi cuerpo. La solté como si se hubiera convertido en un sapo y me metí en la cama turbado por una suerte de inquietante extrañeza.

Al día siguiente la envolví en un papel, me la llevé a la oficina y la coloqué en los lavabos. A los pocos días, vi que la gente empezaba a disminuir. Mi jefe, que era menudo y tenía la costumbre de lavarse las manos cada vez que se la estrechaba una visita, desapareció del todo a los dos meses. Le siguieron su secretaria y el contable. En la empresa se comenta que han huido a Brasil tras perpetrar algún desfalco.

La pastilla ha crecido mucho. Cuando haya desaparecido el director general, que además de ser gordo es un cochino que se lava muy poco, la arrojaré al wáter y tiraré de la cadena. Si no se diluye por el camino, se la comerán las ratas cuando alcance las alcantarillas. Seguro que nunca les ha llegado un objeto comestible con tanto cuerpo.

FIN

miércoles, 9 de octubre de 2019

Un curioso intercambio, un cuento de Juan José Millás.

Aquel hombre fue con su hijo, de cuatro años, a unos grandes almacenes para ver a los Reyes Magos, que tenían instalado un quiosco junto a la sección de juguetería. Había mucha gente y los servicios de seguridad estaban muy ocupados con tantas familias que habían ido a lo mismo. El hombre, que era algo claustrofóbico, empezó a sentirse mal entre las multitudes, de manera que a la media hora de soportar la asfixia y los empujones decidió marcharse. 

Al llegar a la calle notó que el niño que llevaba de la mano no era el suyo. El niño y él se miraron perplejos, aunque ninguno de los dos dijo nada. La reacción inmediata del hombre fue regresar al tumulto para recuperar a su hijo. Pero cuando pensó que seguramente no lo encontraría enseguida, y que tendría que ir a la comisaría para poner una denuncia, decidió hacer como que no se había dado cuenta. Entraría en casa con naturalidad, con el niño de la mano, y sería oficialmente su mujer la primera en notar el cambio. Confiaba en que fuera ella la que se ocupara de toda la molesta tramitación para recuperar a un niño y devolver al otro. 

Afortunadamente, el niño no daba señales de angustia. Caminaba, dócil, junto a él, como si también temiera que la aceptación del error fuera más complicada que su negación. Entonces, el hombre notó que el niño todavía llevaba en la mano la carta a los Reyes Magos. Le dio pena y buscó un buzón de correos asegurándole que de ese modo llegaría también a su destino. Después, para compensarle, le invitó a tomar chocolate con churros en una cafetería. Entró en casa con naturalidad y saludó a su mujer, que estaba viendo su programa favorito de televisión. El hombre esperaba que ella diera un grito y se pusiera inmediatamente a llamar a la policía mientras él fingía un desmayo para no tener que participar en todo el follón que sin duda se iba a hacer. Pero su mujer miró al niño y, después de unos segundos de duda, le dio un beso y le preguntó si había conseguido ver a los Reyes Magos.

-Hemos echado la carta en un buzón -respondió el niño. 

-Bueno, también así les llegará -respondió la mujer regresando a su programa favorito de televisión.

También ella, al parecer, prefería hacer como que no se había dado cuenta para evitar las molestas complicaciones de aceptar el error. Además, si actuaba en ese momento, se perdía el final del programa. El hombre se quedó algo confuso, pero ya no podía dar marcha atrás, de manera que llevó al niño al dormitorio de su hijo y lo dejó jugando mientras se servía un whisky para relajar la tensión. Esa noche durmió mal, pensando que el niño se despertaría en cualquier momento llamando entre lágrimas a sus padres verdaderos. Cada vez que abría los ojos, espiaba la respiración de su mujer para ver si ella también estaba inquieta, pero no llegó a notar nada anormal. En cuanto al niño, durmió perfectamente, mejor que su propio hijo, que siempre solía despertarse dos o tres veces para pedir agua. Durante los siguientes días, aprovechando la hora del baño o el momento de ponerle el pijama, comprobó que el niño no tenía malformaciones. Se extrañaba de que los que se hubieran llevado a su hijo verdadero no hubieran salido aún en los periódicos o en la televisión denunciando el error. Pensó que se trataría también de una pareja algo tímida y enemiga de meterse en complicaciones. 

El niño se adaptó bien al nuevo hogar, sin hacer en ningún momento comentarios que pusieran en peligro la estabilidad familiar. En muchos aspectos, era mejor que el hijo propio, pues comía sin necesidad de que le contaran cuentos y no se hacía pis en la cama. El hombre se acordaba a veces, con un poco de culpa, de su verdadero hijo, pero se le pasaba en seguida pensando que estaría perfectamente atendido por un matrimonio de clase media, como los que había visto en la cola de los Reyes Magos, que le cuidaría con la solicitud con la que él y su mujer se ocupaban del niño que les había tocado. Después de todo, los niños lo único que necesitan es afecto. A lo mejor hasta había dejado de hacerse pis en la cama al cambiar de ambiente, lo que sin duda le daría mayores dosis de seguridad. 

Es cierto que el hombre llegó a dudar de sí mismo en alguna ocasión, pues todo iba tan bien, todo era tan normal, que a veces parecía imposible que se hubiera equivocado realmente de hijo. Con éste se llevaba mejor que con el verdadero, que estaba muy mal criado por su madre y era muy caprichoso. El nuevo le obedecía en todo y era muy raro que llorase si no le dejaban ver la televisión o le mandaran pronto a la cama. O sea, que se encariñó con él. Un día, después de Reyes, lo llevó al cine. Se trataba de una película de dibujos animados y había también más niños que en una macroguardería. El caso es que, sin saber cómo, al salir del cine observó con sorpresa que llevaba de la mano a su verdadero hijo. Seguramente, los niños habían visto a sus padres verdaderos y habían hecho el intercambio por su cuenta. Ninguno de los dos dijo nada. Cuando llegaron a casa, la madre, que estaba viendo la televisión, disimuló también. Los primeros días fue todo bien, pero en seguida volvió a hacerse pis en la cama y a hacer follones a la hora de comer. El padre, para consolarse, pensaba con nostalgia en el otro hijo y llevaba todos los fines de semana al suyo a lugares donde había multitudes con la esperanza, nunca confesada, de que un nuevo error se lo restituyera.

FIN

domingo, 20 de noviembre de 2016

Leer novelas fortalece el Aparato Imaginario. Un interesante artículo de Juan José Millás.

Ahora bien, añado, todos estamos de acuerdo en que lo que llamamos realidad es algo muy defectuoso. No hay más que asomarse a la ventana o leer el periódico para advertir que la realidad es una porquería. Todos estamos de acuerdo en que conviene mejorarla, pero cómo mejorar algo cuya matriz está repleta de defectos. ¿No sería más sensato trabajar en la matriz que en la realidad que esa matriz genera? Pongamos un ejemplo más claro, les digo. Pensemos en la sala de proyección de un cine. A veces, la imagen sale distorsionada, pero a nadie se le ocurre pensar que el problema está en la pantalla, que no es más que una sábana, sino en el proyector. Hay que actuar, por tanto, sobre el proyector. En la realidad, sin embargo, nos pasamos la vida intentando arreglar la pantalla, cuando lo que está mal es nuestra cabeza. Si fuéramos capaces de amueblar bien nuestra cabeza, la realidad extramental mejoraría en seguida como efecto secundario. Hay que actuar, pues, sobre el Aparato Imaginario, pero cómo actuar sobre algo cuya existencia no está reconocida. Tendríamos que aceptar que existe para, en un paso posterior, mejorar su funcionamiento.

Como no hay ninguna esperanza de que eso vaya a suceder (al contrario, la enseñanza está cada vez más dirigida al conocimiento de lo meramente cuantificable), termino recomendando a los alumnos que lean novelas, pues ése es el modo más eficaz de fortalecer tal aparato. Cuando uno lee una buena novela, les aseguro, es más sabio que antes de haberla leído, aunque no sea capaz de explicar por qué. El problema es que vivimos en un mundo donde aquello que no se puede cuantificar no existe. Todas las campañas de promoción de la lectura caen sin excepción en la trampa de asociar la lectura a la adquisición de conocimientos prácticos. Si lees, te dicen, sabrás dónde se encuentra el Polo Norte. Y no es eso, no es eso. Si yo aprendiera hoy a dividir, podría irme a la cama asegurando que sé una cosa más. Pero si leo Madame Bovary habré aprendido también infinidad de cosas que no sabía antes, aunque desgraciadamente no se puedan enumerar ni cuantificar. Es más, hay un tipo de conocimiento sobre la realidad que solo se puede adquirir a través de la literatura. Si ustedes me lo permiten, les diré que todas las campañas que he conocido a favor de la lectura desde que tengo uso de razón no tenían otro objeto que ser la apariencia de una campaña a favor de la lectura. Me recuerdan las que se hacen a favor del transporte público, cuyo objetivo no es otro que el de aparentar una preocupación por el tráfico que ningún representante municipal tiene.

[...] Saber leer, pues, es saber leer la realidad y encontrarse en disposición de estar o no estar de acuerdo con ella. Saber leer es saber leerse, construirse, cocinarse uno mismo, en lugar de tomar la versión precongelada, precocinada, predigerida y previsible de sí que ofrece el mercado de la autoimagen.

Fuente: El País

domingo, 6 de noviembre de 2016

Juan José Millás: "El libro es un invento diabólico". Entrevista. El escritor español vino a Buenos Aires como jurado del Premio Clarín Novela.

[...] – El gran motor del libro es el diálogo interno que Damián, su protagonista, mantiene casi todo el tiempo, algo que hacemos todos. ¿Por qué tenemos esa necesidad de narrarnos a nosotros mismos?
– El ser humano no puede dejar de pensar en ningún momento, de igual modo en que la sangre no puede dejar de circular. Desde que nos levantamos hasta que nos acostamos estamos pensando. No somos conscientes de ese monólogo, pero no hay más que ver la cara que lleva la gente por la calle para darnos cuenta de que está en un diálogo consigo misma que a veces es apasionado y a veces aburrido.

[...] – ¿Una fantasía de reconocimiento?
–Bueno, la ausencia de reconocimiento que casi toda la gente siente que tiene en su vida real la puede compensarsi imagina que está siendo entrevistada. Y la única explicación para ello es que somos hijos de la cultura televisiva. No es raro que con el modelo que viene de la TV, un aparato que funciona las 24 horas del día, los 365 días del año, se haya interiorizado ese modo de hablar con uno mismo. Esto, que fue una intuición para resolver un problema técnico, dio con algo que realmente sucede pero que pocos confiesan; primero porque no solemos ser conscientes de que hablamos con nosotros mismos y, segundo, porque lo que nos decimos suele ser poco confesable.

[...] –¿Y al objeto "periódico"?
– Compro todos los días cuatro periódicos de papel, es un rito con el que me gusta empezar la mañana. Desde luego entro también a los periódicos digitales, pero ahí solo soy lector de titulares. Y creo que este es uno de los grandes problemas que tenemos: que nos estamos convirtiendo en lectores de titulares. Y eso nos hace creer que estamos en una sociedad muy bien informada, cuando en lo que estamos es en una sociedad con muchos datos. Pero los datos solo se convierten en información cuando se ponen al servicio del sentido, y eso lo encuentras cuando lees un buen artículo:una articulación. Un periódico de papel, armado, dispuesto, con las secciones bien pensadas, es una excelente representación de la realidad. Lo demás, ya te digo, son datos que te pueden enloquecer.

[...] – Pensando en la actual situación española, en el triunfo del Brexit y en el ascenso de Trump cabe preguntarse, ¿la política siempre fue así de disparatada y no lo habíamos notado?
– No. Creo que pocas épocas históricas han tenido una ausencia tan escandalosa de líderes. Si miras después de la Segunda Guerra Mundial o a la España de la transición, encuentras líderes, estés de acuerdo o no con ellos. Hoy hay una ausencia completa de discurso; una ausencia de pensamiento escandalosa, y por lo tanto de liderazgo. Y es algo mundial. Quizás estamos viviendo una época de embrutecimiento general en la que todos nos hemos igualado hacia abajo. Alguien como Trump es un síntoma más de eso.Esto es muy raro y debe de significar algo.

Fuente: clarin.com

domingo, 4 de septiembre de 2016

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Un artículo de Juan José Millás.

A veces me llaman profesores de enseñanza media para que acuda a sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.

-¿De que lean qué? -pregunto.

-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.

A mí, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las leía debajo de las sábanas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos miraba la garganta cuando teníamos anginas. Mi padre no era médico: nos veía la garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca de los libros por una inclinación morbosa. Jamás pensé que esa actividad formara parte de mi educación, aunque más tarde comprendería que se empieza a leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender el mundo.

Iremos por partes, pero permítanme de entrada la afirmación de que el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se atenúa de manera notable. Decía Blanchot que la página del libro (del libro literario, quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un espejo que les devuelva de sí y de la realidad una imagen menos fragmentada que aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como el lector, son bichos raros, personas difíciles que sufren desacuerdos graves con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ahí, en el libro, que es también un lugar oscuro, un callejón, diríamos, allí es donde se encuentran. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: El País.

miércoles, 30 de septiembre de 2015

“Cuando los niños aprenden a leer se les abre un tercer ojo”

Juan José Millás se pregunta por la mecánica del aprendizaje de la lectura y la escritura. Un momento mágico que vivimos en la niñez y del que apenas nos quedan recuerdos

En el programa Hoy por hoy de Cadena Ser, han abordado este momento tan especial.

“Es una mutación, invisible y espectacular, un paso artificial y decisivo”, según ha dicho Millás, que ha saciado su curiosidad sobre los mecanismos del aprendizaje con el catedrático de Psicología Evolutiva de la Universidad de Salamanca, Emilio Sánchez. 

“Hay que distinguir leer, de ser un buen lector, para lo que se necesitan años” ha añadido el profesor Sánchez para quien “el habla nos hace humanos y la escritura civilizados”.

Fuente: blog "Las cebras saben"