Ay, el olor ya se había levantado, lo había removido y revuelto el portazo de tu padre; yo apenas lo percibía pero él se asomaba al galpón y se ponía la mano sobre la nariz, sobre la boca, cerraba los ojos y con un hilo de voz nos alertaba del aire irrespirable, luego lanzaba un suspiro y partía hacia la calle en busca de la esquina. No era la esquina lo que buscaba, no eran los fierros retorcidos del accidente ni la sangre de los muertos. Tu padre iba en busca de la mano extraviada. La mano que habías perdido, Aitana, en algún lugar de la avenida. Ojalá nunca la encontrara tu padre en los alrededores del paradero, que no hurgara en los basureros, que no preguntara a nadie por tu mano en el comercio. Tu mano continuaría perdida y tú no tendrías que irte, Aitana; podríamos seguir aplazando la despedida.
Aguardábamos las dos (sobre todo yo, Aitana, sobre todo) el regreso de tu padre con las manos vacías. Pasábamos las horas repasando una y otra vez los pormenores del accidente, del accidente Aitana, ay, la infortunada tarde en que intentaste alcanzar ese micro que no iba a detenerse. Tan descuidada y desconsiderada, Aitana, pasaste junto a la cola despreciando la impaciencia de los que esperaban hacía horas en el paradero: todos esos trabajadores de la construcción que habían abandonado temprano sus huecos edificios de hormigón, las inefables secretarias con las tapillas gastadas por la demora, los estudiantes de uniforme, las madres, sus guaguas. Pero tú no los veías, Aitana, tú apurabas el paso hacia delante sin calcular el rencor que estabas provocando; eso nos dijo, esa noche, sin mirarnos el cabo de carabineros, que, haciendo revolotear tu falda, pasaste junto a los irritables oficinistas asfixiados por sus corbatas.
Ay, qué largas y desesperantes se habían vuelto las colas santiaguinas, siempre lo comentábamos, cuando llegabas, ya casi de noche: la vastedad de esas filas interminables como las horas, a la espera de una micro que por fin comparecía para que todos treparan sus escalones, se acomodaran en el borde del asiento, se fundieran o confundieran con otros pasajeros, o quedaran aplastados contra las puertas, sin aliento. Ay, decías, así es el penoso periplo de los peatones, así son las micros, una mierda que circula echando un humo fétido y contaminando el aire, así decías al llegar, al sentarte junto a nosotros a comer, es una mierda el transporte público de esta ciudad. Y eso mismo pensaban los que persistían en la cola esa tarde: así es, qué vamos a hacer si la micro no se detiene, ya se detendrá alguna, especulaban. Pero tú no, Aitana, tú no pensabas en nada mientras te colabas como una ciega, a tropezones; estabas desfalleciendo de hambre y no te percatabas de las penurias ajenas, solo procurabas acercarte lo suficiente para detener a la próxima micro, para aferrarte a ella, para adosar tu cuerpo a su chatarra.
Por eso levantaste el brazo y abriste la mano (tu mano ahora extraviada) como una pancarta, para que te viera el micrero que en ese momento arremetía por la gran avenida, ay, sí, los carabineros nos fueron contando que la micro se asomó a lo lejos. Nos explicaron: la micro venía embistiendo la calle colmada de pasajeros que la habían agarrado en el inicio del recorrido, y en ese momento avanzaba empecinadamente, abarrotada de brazos y axilas y juanetes; se acercaba al paradero ladeada por el peso mortal de los obreros que colgaban de sus fierros, esos cascados trabajadores agitando las manos, saludando a la hastiada cola con algo de sorna, con las bastas deshilachadas al viento, con los cordones zapateando una cueca brava en las aceleradas y frenadas del micrero. Es una hazaña, dijo el cabo compungido, cambiando de tercio, que no se les desgarren los dedos y salgan volando mientras los micreros se solazan sorteando obstáculos, precipitándose en furiosas carreras por las avenidas, siempre apremiados por cortar boletos, por terminar el turno. Mientras el cabo reflexionaba sobre los riesgos del transporte yo deducía que debía ser por eso que tú no llegabas, Aitana, no llegabas, no, aun sabiendo que a esas horas ya tendríamos la mesa puesta, la cazuela recalentada, el pan duro de tostar y retostar; que estaríamos sufriendo la angustia de tu tardanza, porque siempre sufríamos, sufríamos, ay, sufríamos siempre que te ausentabas, eso decías, y me mirabas a los ojos subrayando el siempre con esa nueva arrogancia de universitaria, sí, sonreías sopeando la marraqueta en la cazuela, explicándonos que era una enfermedad la del sufrimiento. CONTINUAR LEYENDO
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