Cuando don Aniceto le comunicó que pasaría unas semanas en Algar de las Peñas para supervisar el funcionamiento de la parroquia, el padre Bosco experimentó la sensación de que su vieja úlcera de duodeno volvía abrirse. Había pasado años en las consultas de gastroenterología, soportando pruebas muy desagradables, casi torturas medievales. Los medicamentos que le recetaron solo le proporcionaron alivios temporales, no soluciones definitvas. Las molestias no desaparecieron hasta que perdió treinta kilos. Fue una auténtica hazaña que puso a prueba su equilibrio mental. Durante un año, pasó un hambre espantosa. Soñaba con banquetes pantagruélicos que incluían toda clase de viandas poco saludables: hamburguesas, patatas fritas, pizzas, embutidos, bebidas azucaradas, helados. Desde joven era aficionado a la comida basura. Su apetito era legendario. En su barrio, hacía apuestas con sus amigos sobre la cantidad de hamburguesas que podía comer en un día. Su récord era doce, acompañadas de varios litros de Coca-Cola. Su metro noventa le ayudaba a engullir sin medida. De mayor, se moderó bastante, pero seguía comiendo porquerías. Le encantaba la bollería: cruasanes, ensaimadas, suizos, napolitanas de chocolate, palmeras glaseadas, bambas de nata, bartolillos. Todas esas exquisiteces desfilaban por su mente mientras seguía el régimen. Sabía que la gula era un pecado, pero a fin de cuentas solo era un hombre y todos los hombres son pecadores. Una angina de pecho y un reflujo que casi le impedía dormir le obligaron a cambiar su estilo de vida. Se sometió a una estricta dieta y comenzó a pedalear media hora al día en una bicicleta estática. Cuando logró bajar diez kilos, se compró una bicicleta convencional y descubrió el placer de pasear sobre dos ruedas. En once meses, bajó treinta kilos. Animado por ese logro, pensó que podría relajarse y volvió a comer porquerías. En unas semanas recuperó diez kilos y comprendió que su única alternativa para no tener una panza tan descomunal como la de Chesterton sería mantener indefinidamente el régimen, alimentándose de pescado, fruta y verdura. Desde entonces el único exceso que se permitía era una copita de vino de vez en cuando y excepcionalmente un botellín de cerveza.
Gracias a su tenacidad, la úlcera no había vuelto a incordiarle, pero la inminente visita de don Aniceto había provocado que el malestar reapareciera. Mientras llevaba la parroquia el padre Juan, había hecho lo posible por limar las fricciones que se producían entre el joven sacerdote y el obispo, pero su paciencia se había agotado. No soportaba el carácter maniático y autoritario de don Aniceto. Su aspecto pulcro y sus modales suaves no podían ocultar su intolerancia y su deseo de amargar la existencia a los demás. No alzaba la voz, pero sus frases eran hirientes como estiletes. Diminuto, con la cruz obispal siempre colgando del pecho y con las canas amarillas por el exceso de colonia, nunca se cansaba de soltar perlas: «El feminismo radical y la ideología de género están causando un nuevo holocausto», «El amor a las mascotas nace de la incapacidad de amar al hombre», «Los anticonceptivos destruyen el respeto hacia la mujer», «El progresismo nos ha llevado al invierno demográfico», «Los ateos son los nuevos bárbaros. Destruirán Europa. Solo buscan sexo y dinero». No era un bocazas. Buscaba la polémica. Le gustaba tocar las narices. Su narcisismo le demandaba protagonismo en los medios y su piel era suficientemente dura para aguantar las campañas de descrédito. Sabía que una revista satírica había creado una sección donde se le ridiculizaba sin piedad. No le hacía gracia, pero pensaba que era una especie de martirio y eso le agradaba. Su sueño, ser recordado por su heroico servicio a la iglesia. No se consideraba un santo, pero sí un sacerdote valiente y leal. CONTINUAR LEYENDO
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