viernes, 12 de enero de 2024

"ENSEÑAR NO PUEDE SER ADOCTRINAR". Un artículo de Carlos Javier González Serrano publicado en Ethic el 11 de diciembre de 2023

Exigir que los colegios sean lugares donde se prepara para el mercado laboral supone declarar la bancarrota de la enseñanza como periodo en el que se descubren sus propias aptitudes, sus propios talentos: donde se descubre la propia libertad.

Permítanme que comience en esta ocasión con una peripecia personal. Hace ya algunos años, más de los que me gustaría reconocer, cuando aún estudiaba en la universidad y mientras permanecía muy afanado con los textos en alemán de la Crítica de la razón pura ―que por aquel entonces examinábamos con gran fruición en la asignatura de Metafísica―, topé con unas palabras de Kant que me hicieron caer en una honda crisis que me empujó a revisar la que consideraba como mi auténtica vocación: estudiar filosofía.

Me refiero a los fragmentos, que pueden encontrarse fácilmente en los prólogos a las dos ediciones de la célebre obra, publicada primero en 1781 y ampliada después en 1787, en los que Kant aseguraba sin melindres que los empeños especulativos de la metafísica habían sido vanos porque, sencillamente, nunca habían sido sometidos a un tribunal competente. Este ejercicio crítico lo presentaba el filósofo, para más inri, como una «necesaria preparación previa para promover una metafísica rigurosa». (die notwendige vorläufige Veranstaltung zur Beförderung einer gründlichen Metaphysik, KrV, B XXXVI).

Yo estaba entonces en cuarto de licenciatura, tenía 22 años. Por una corpórea necesidad de mantenerme anclado a la vertiente práctica y tangible del mundo ―para aterrizar desde las olímpicas regiones de la filosofía―, había comenzado a simultanear con estudios a distancia en Psicología, y también trabajaba como incipiente editor en la librería de aquel egregio edificio por donde Ortega y Gasset, Zubiri, Besteiro, Gaos, García Morente o María Zambrano habían estudiado, dado clase o paseado. Qué bien supo describir este hiato, quizás insalvable, doña Emilia Pardo Bazán en una de sus cartas a Galdós: «¡Qué salto, qué brinco desde las alturas filosóficas hasta el tempestuoso océano de las pasiones de los afectos y las batallas de la vida!».

Tras leer y releer aquellos asertos kantianos ―acaso demasiado en serio, pues como apunta Cioran en numerosos pasajes la filosofía ha de ser ocupación de ligereza y no de gravedad… si no deseamos que acabe con nosotros―; tras la kantiana lectura, decía, hablé con mi novia de entonces en medio de uno de los jardines de la Complutense sobre mis inquietudes, entre las Facultades de Derecho y Filosofía, y, entre lágrimas producidas por una extraña mezcla de tristeza, rabia e impotencia, le confesé con cierto aire dramático de despedida (a no sabía qué) pero muy decidido de que no podía seguir en aquella facultad dedicándome, alegremente, a estudiar y a cuestionar los cimientos de la metafísica. Que el mundo seguía funcionando, ferviente y pujante, «ahí fuera», argumentaba yo, extramuros de la impasibilidad universitaria, y que no podría intervenir en los asuntos de ese mismo mundo si no me enfangaba en ellos. Yo quería vivir, y en aquel instante consideraba con firmeza que la vida estaba más allá del placer erudito y académico. Que lo realmente importante quedaba más allá, o más acá, de los estudios. Más allá, o más acá, de las elucubraciones kantianas.

[...] Últimamente observo en mi trabajo cotidiano como profesor de secundaria y bachillerato, pero también en la universidad cuando imparto cursos o conferencias, cómo nuestros niños, niñas, adolescentes y jóvenes quedan asfixiados en un entorno en el que la utilidad, el éxito y el servilismo del «para qué» se asientan como ídolos a los que venerar (y bajo cuya tiranía sufrir). Las últimas leyes educativas hacen hincapié en la necesaria «adaptación al mercado laboral» y a la adquisición de competencias, habilidades y destrezas que preparen a los chavales para su vida adulta en un escenario tan complejo como pluriforme.

Por su parte, el cuerpo docente se ahoga en un marasmo administrativo y de adquisición de nuevos métodos pedagógicos que han de supeditarse a aquellos ídolos: emprendimiento, productividad, eficiencia. Además, todo bajo capa de entretenimiento y gamificación, es decir, de perjudicial hiperestimulación para el alumnado. El conocimiento, así, queda relegado al papel de un sumiso instrumento, de un aditamento prescindible. La inteligencia queda prisionera al tener que supeditarse a las metodologías de aprendizaje, servidas por gurús pedagógicos que, por norma, jamás han pisado un aula salvo para evaluar la «implantación» de esas mismas metodologías. Importan las formas: aprendizaje invisible, flipped clasroom, mobile learning, aprender a aprender, el mentoring y el coaching pedagógicos… Las vergonzantes pamplinas pedagógicas se imponen sobre el valor de saber.

En paralelo, y para colmo, a los estudiantes se les exige «resiliencia» y «gestión emocional» frente un mercado laboral difícil y precario, mientras, a la vez, les ofertan asignaturas como «iniciación a la actividad emprendedora» desde los 12 años (manipular presupuestos, manejar intereses y créditos, tributación, inversión en capital humano o «entender el concepto de espíritu emprendedor» son algunas de sus finalidades). Como contraparte, las asignaturas para pensar adogmáticamente nuestra realidad pierden horas. Se pretende dotar a niños y adolescentes de competencias para el mundo laboral, pero quedan cada vez más desvinculados de lo único que les ayudará a ser libres, independientes y autónomos: el conocimiento.

[...] Si no queremos que muera la inteligencia, es la sociedad en su conjunto la que debe empujar a que esa inteligencia sea el motor de cualquier voluntad. Es urgente pensar la relación entre educación y rapidez. Cada vez más estudiantes consideran aburrido o de escaso valor el acto de leer o escribir, y la comprensión lectora cae a niveles preocupantes: no se entiende lo que se lee, y no hay mejor caldo de cultivo para el totalitarismo. La dinámica acción-gratificación inmediata (propia del consumo) impide una educación de calidad y el desarrollo de un juicio propio. Ejercer la libertad no es hacer lo que se quiera, como muchos influencers que siguen nuestros adolescentes defienden. Ejercer la libertad significa poder saber por qué se hace lo que se hace. Hoy falta (a niños y adolescentes, pero también a los adultos) capacidad para elegir, para decidir.


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