a mitad del día, la cabeza pequeña, ovalada
y dura con tanto dolor que
prefiere olvidar la conciencia como
alguien que cuelga de una cuerda en llamas
dejando ir su vida, me siento y
apenas respiro. Pienso en la
piel medio líquida de sus labios,
inflamada y mellada con ranuras rojas como
fisuras en la corteza de un volcán, desde
donde se puede ver el fuego. Aunque estoy
al otro lado del pasillo, veo los
bultos frenéticos de sus globos oculares tirando
de los párpados verdosos, sus sienes
rojas y agrias de dolor, su piel
como oro pálido, como mantequilla fría que luego
cambia un poco a mantequilla rancia hasta que
le salen pecas que se pueden extender, islas negras
y pequeñas de moho, duerme el sueño
terrible del enfermo, su corazón esforzado
que late como un conducto en su cuerpo, como un
zapato golpea las barras de acero cuando
alguien quiere que lo dejen salir, me
siento, me siento muy quieta, estoy en las
afueras del mundo, en el límite descubierto
cuando se supo que era plano; el borde desgarrado,
grueso y de barro negro, los vasos y las
venas y los tendones que cuelgan
en suspenso,
cuando mi hijo está enfermo me siento en el borde de
la nada y me cuelgan las piernas
y a veces dejo caer un zapato
para entregarle algo.
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