Lo primero es la jaula, adentro dos temores amarillos, dos miedos a mi merced para añadir a los que ya traigo adentro. Respiran conmigo, ven, escuchan; estoy segura de que escuchan porque cuando pongo un disco, yerguen su pescuezo, alertas. Al amanecer, hay que destaparlos pronto, limpiar su jaula, cambiarles el agua, renovar sus alimentos terrestres. Luego viene la vaina que como el berro debe conservarse en un gran pocillo de agua; si no, se seca; el alpiste compuesto, las minúsculas tinas, el palo redondito y sin astillas en forma de percha sobre el cual pueden pararse, la lechuga o la manzana, lo que tenga a la mano. Nadie me ha dado a mí el palo en el que pueda parar mis miedos.
Tiemblan su temblor amarillo, hacen su cabecita para acá y para allá; frente a ellos debo ser una inmensa masa que tapa el sol, una gelatina opaca, un flan de sémola para alimentar a un gigante, alguien que ocupa un espacio desmesurado que no le corresponde. Me hacen odiar mi sombrota redondota de oso que aterroriza.
Lo que pesa es la jaula, ellos tan leves, tienen ojos de nada, un alpiste que salta, una micra de materia negra, y sin embargo lanzan miradas como dardos. No debo permitir que me intimiden.
Son perspicaces, vuelven la cabeza antes de que pueda yo hacer girar mi sebosa cabeza humana, mi blanco rostro que desde que ellos llegaron pende de un gancho de carnicería. Trato de no pensar en ellos. Ayer no estaban en mi diario trajinar, hoy puedo fingir que sigo siendo libre, pero allá está la jaula.
La primera noche la colgué, tapada con una toalla, junto a la enorme gaviota de madera a la cual hay que quitarle el polvo porque a todos se nos olvida hacerla volar. La segunda noche busqué otro sitio. El gato acecha, se tensa; alarga el pescuezo, todo el día permanece alambre de sí mismo, su naturaleza exasperada hasta la punta de cada uno de sus pelos negros. Lo corro. Regresa. Vuelvo a correrlo. No entiende. Ya no tengo paciencia para los que no entienden.
La segunda noche escojo mi baño; es más seguro. Tiene una buena puerta. A la hora del crepúsculo, los cubro y ellos se arrejuntan, bolita de plumas. Cuando oscurece soy yo la que no puede entrar al baño porque si prendo la luz interrumpo su sueño. ¿Qué dirán de la inmensa mole que se lava los dientes con un estruendo de cañería? ¿Qué dirán del rugir del agua en ese jalón último del excusado? ¿Qué dirán del pijama en el que ya llevo tres días, ridículamente rosa y pachón, con parches azules? He de parecerles taxi con tablero de peluche y diamantina. ¿Y ahora qué hago? Dios mío, qué horrible es ser hombre. O mujer. Humano, vaya. Ocupar tantísimo espacio. Mil veces más que ellos. Duermo inquieta: de vez en cuando me levanto y, por una rendija, cuelo mi mano bajo la toalla para asegurarme de que allí siguen sus plumas hechas bolita, su cabecita anidada dentro de sus hombros. A diferencia mía, duermen abrazados, como amantes. CONTINUAR LEYENDO