A la entrada de la DeWitt Clinton High School en el Bronx hay un arco detector de metales. Por los pasillos espaciosos y largos patrullan a veces policías de uniforme. La DeWitt Clinton es uno de los grandes institutos de enseñanza media de Nueva York, por su tamaño y por el número de sus alumnos, [...]
Los alumnos de esta escuela vienen de las zonas más pobres y de las vidas familiares más difíciles de la ciudad. Se ven muy pocos blancos, casi ningún rubio. Hay muchos negros, hispanos, asiáticos, unos nacidos aquí de padres emigrantes, otros llegados de niños. [...]
Creo que nunca he disfrutado tanto en una ópera. La limitación de medios del montaje acentúa la fuerza poética, la liviandad ilusionada y burlesca de una comedia de enredo en la que la música es tan exquisita que parece, como dijo Haydn, que uno estuviera escuchándola en sueños. Se nota mucho, y con alivio, la ausencia de un director estrella dedicado a llamar la atención sobre sí mismo. Los figurines están delicadamente inspirados en Chardin y en los cartones para tapices de Goya. La pura energía física y el descaro de los personajes populares están en el trabajo entregado de los cantantes y de los músicos, y su onda expansiva llega a las filas del público y sobre todo a esta esquina de la sala en la que me siento rodeado por los estudiantes del Bronx. Ríen a carcajadas y aplauden con fervor partidista a los buenos. Cuando se encienden las luces en el intermedio veo sus caras brillantes de incredulidad, de alegría, la alegría contagiada de Mozart. Recuerdan algunas de las cosas que habíamos hablado durante la clase; se preguntan qué pasará a continuación; nos apretamos para salir juntos en una foto de móvil. Suenan los timbres de llamada y hay que volver a la sala. Una chica me dice muy seria y muy feliz que no olvidará nunca este día. ACCEDER AL ARTÍCULO
Fuente: El País. Babelia
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