Emilio Renzi estaba en la terraza de un bar en la plaza Carlo Felice, frente a la estación de Turín, a la mañana temprano, cuando la vio. No podía ser. Inés estaba ahí, en una mesa cercana, con el tipo de pelo blanco. Con el canalla de pelo blanco que la había traído a Europa. Llevaba el vestido azul que Emilio le había regalado y sonreía, hermosísima, en la claridad del verano.
Ella lo descubrió a su vez, incrédula y un poco irritada, como si pensara que Emilio la estaba siguiendo. Y la estaba siguiendo, claro, con la imaginación, desde la tarde en que Inés lo dejó y se fue para siempre aunque él le había dicho «quedate, casémonos».
Habían pasado varios meses y ahora Emilio estaba en Italia con una beca para estudiar la obra de Pavese. Había buscado un pretexto para escapar de Buenos Aires, para dejar de pensar en ella y poder olvidarla, y sin embargo, ahora la tenía enfrente, sentada bajo la sombra de las sombrillas de colores. Lo que tememos más secretamente siempre ocurre. ¿Qué hacía ella en Turín?
Como si le leyera el pensamiento, la muchacha le hizo un gesto de pregunta y después se levantó y fue para el bar, y antes de entrar en el salón se dio vuelta para mirarlo y movió la cara con una expresión de fastidio que le conocía bien.
Emilio la siguió y entró en el local. No la vio. Los baños estaban abajo, junto a los teléfonos. Había una escalera y después un pasillo que se perdía en la oscuridad. Tampoco estaba ahí. Salió del salón y volvió al calor sofocante de la calle. Todo parecía un sueño. Ni ella ni el hombre de pelo blanco estaban en el bar. Se habían ido precipitadamente, tal vez pensaron que él podía crearle problemas. ¿Le habría dicho ella la verdad al hombre de pelo blanco? Ese que está en el costado es Emilio y me viene siguiendo desde Buenos Aires… CONTINUAR LEYENDO
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