La manecilla del nivel de la gasolina cayó de pronto a cero y el joven conductor del coupé afirmó que era cabreante lo que tragaba aquel coche.
—A ver si nos vamos a quedar otra vez sin gasolina —dijo la chica (que tenía unos veintidós años) y le recordó al conductor unos cuantos sitios del mapa del país en los que ya les había sucedido lo mismo.
El joven respondió que él no tenía motivo alguno para preocuparse porque todo lo que le sucedía estando con ella adquiría el encanto de la aventura. La chica protestó; siempre que se les había acabado la gasolina en medio de la carretera, la aventura había sido sólo para ella, porque el joven se había escondido y ella había tenido que utilizar sus encantos: hacer autoestop a algún coche, pedir que la llevasen hasta la gasolinera más próxima, volver a parar otro coche y regresar con el bidón. El joven le preguntó si los conductores que la habían llevado habían sido tan desagradables como para que ella hablase de su misión como de una humillación. Ella respondió (con pueril coquetería) que a veces habían sido muy agradables, pero que no había podido sacar provecho alguno porque iba cargada con el bidón y había tenido además que despedirse de ellos antes de que le diera tiempo de nada.
—Miserable —le dijo el joven.
La chica afirmó que la miserable no era ella, sino precisamente él; ¡quién sabe cuántas chicas le hacen autoestop en la carretera cuando conduce solo! El joven cogió a la chica del hombro y le dio un suave beso en la frente. Sabía que ella lo quería y que tenía celos de él. Claro que ser celoso no es una cualidad muy agradable, pero, si no se emplea en exceso (si va unida a la humildad), presenta, además de su natural incomodidad, cierto aspecto enternecedor. Al menos eso era lo que el joven creía. Como no tenía más que veintiocho años, le parecía que era muy mayor y que había aprendido ya todo lo que un hombre puede saber de las mujeres. Lo que más apreciaba de la chica que estaba sentada a su lado era precisamente aquello que hasta entonces había encontrado con menor frecuencia en las mujeres: su pureza.
La manecilla ya estaba a cero cuando el joven vio a la derecha un cartel que indicaba (con un dibujo en negro de un surtidor) que la gasolinera estaba a quinientos metros. La chica apenas tuvo tiempo de afirmar que se había quitado un peso de encima, cuando el joven ya estaba poniendo el intermitente de la izquierda y entrando en la explanada en la que estaban los surtidores. Pero tuvo que detenerse a un lado porque, junto al surtidor, había un voluminoso camión con un gran depósito de metal que mediante una gruesa manguera llenaba de gasolina el depósito del surtidor. CONTINUAR LEYENDO
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