'Túmulo junto al mar', de Caspar David Friedrich |
En la Fenomenología del espíritu, Hegel
dedica uno de sus dardos más crueles contra los primeros románticos,
que, al fin y al cabo, fueron los más lúcidos entre sus contemporáneos.
Con desdén, compara su contribución a la filosofía moderna, en pleno
entusiasmo por la Francia revolucionaria de 1789 y la naciente identidad
nacional alemana, con “una noche en la que todos los gatos son pardos”.
Señalaba así una característica indeterminación que comparten los
muchos romanticismos —no siempre afines y coherentes entre sí— que
componen la tradición cultural europea de los últimos dos siglos, pues
es verdad que los románticos son víctimas de sus afinidades electivas:
vacilan entre la experiencia íntima y fragmentaria y el sistema, entre
tradicionalismo y espíritu de innovación; y practican cultos
incompatibles como la ironía, que borra las trazas del sujeto, y el
genio; así como invocan la vieja sabiduría de los mitos sin renunciar
del todo a la razón.
Pero ocurre que estas contradicciones también son las propias del individuo moderno, de donde cabe pensar que el Romanticismo
es una revolución inacabada. Sus tribulaciones siguen siendo en gran
medida las nuestras, lo que explica el prestigio de figuras de
trayectoria equívoca, como Ernesto Che Guevara,
y la casi universal adhesión que concita, generación tras generación,
cualquiera que adopte el entusiasmo, el estilo o el aura románticos.
Lo romántico se asemeja a una koiné, una lengua común, y a un espíritu
del tiempo. Genera una respuesta empática de certidumbre inmediata, como
los versos de Emily Dickinson;
o —por qué no— un rechazo visceral, sobre todo cuando el estilo se hace
pomposo: ¿hay algo más cursi que Jünger cuando escribe que “no conoce
el mar quien no haya visto a Neptuno”, o Heidegger cuando afirma que la
piedra es más piedra en el Partenón? CONTINUAR LEYENDO
Fuente: cultura.elpais.com
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