En el dolor, en la ansiedad, en las esperas y las desesperaciones, si cuentas con una buena lectura estás al menos en parte protegido
Mientras escribo estas líneas, puedo ver junto a mí los desalentadores montoncitos de libros que se empiezan a acumular, como torres truncadas, en el suelo de mi despacho. Ya no me caben en las baldas y no sé dónde meterlos. Aunque hace ya mucho que perdí el respeto reverencial a los libros y, después de leerlos, suelo desprenderme de la mayoría, la cantidad de volúmenes que tengo crece como la espuma, porque me regalan muchos y, mea culpa, sigo comprando bastantes (menos mal que existen las versiones electrónicas). A veces pienso que se están convirtiendo en una especie de virus invasor y hasta llego a detestarlos durante unos instantes. Luego, claro, se me pasa corriendo. ¿Qué haría yo sin libros? Son y siempre han sido mi mejor amuleto ante los desasosiegos de la vida. En el dolor, en la ansiedad, en las esperas y las desesperaciones, si cuentas con una buena lectura estás al menos en parte protegido. Recuerdo perfectamente las obras que leí en algunos momentos especialmente penosos; en enfermedades propias, por ejemplo, o en esperas hospitalarias de enfermedades ajenas. Son libros que me ayudaron a atravesar esos tiempos oscuros, los estrechos desfiladeros de la vida; a decir verdad, pienso en ellos como si fueran mis amigos.


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