Le llamaban las gentes “el guapo mozo”, y era su nombre José Gontrán de Signoles.
Huérfano y dueño de una fortuna bastante considerable, “hacía papel”, como suele decirse. Tenía buena figura y elegantes maneras; bastante labia, para dar a entender que no le faltaba ingenio; una gracia natural, un empaque digno y noble, los bigotes largos y los ojos dulces; todo lo necesario para gustar a las mujeres.
Era solicitado en los salones y deseado por las aficionadas al vals; inspiraba en los hombres singular antipatía que se siente por los caracteres dominantes. Se le achacaban aventuras amorosas de las que dan fama. Vivía feliz, tranquilo, en el bienestar moral más absoluto. Se sabía que tiraba muy bien la espada y pistola.
—Cuando me provoquen —decía— escogeré la pistola. Con una pistola estoy seguro de matar un hombre.
Pero una noche, habiendo acompañado al teatro a dos de sus amigas, escoltadas por sus maridos, al salir del espectáculo, las invitó a tomar un helado en Tortoni. Acababan de sentarse cuando reparó que un caballero, desde una mesa próxima, contemplaba obstinadamente a una de sus amigas, la cual, molestada, nerviosa, bajó la cabeza.
Pero como el impertinente insistiera, la señora dijo a su esposo:
—Ese hombre me mira fijamente. No le conozco. ¿Es amigo tuyo?
El marido, que no había reparado nada, se volvió a mirarle y contestó:
—Jamás lo vi.
La mujer, a un tiempo sonriente y disgustada, prosiguió:
—Es molesto: no me deja tomar a gusto mi sorbete.
El marido, encogiéndose de hombros, añadió:
—No hagas caso; como si no existiera. Si fuéramos a preocuparnos de todos los necios, no acabaríamos nunca.
Pero Gontrán se había levantado violentamente, no pudiendo soportar que un cualquiera intentase turbar la digestión de un helado ofrecido por él.
A él iba directa la provocación, pues a su ruego habían entrado allí sus amigas. El asunto, pues, era de su incumbencia.
Acercándose al otro, le dijo:
—Tiene usted un modo intolerable de mirar a una señora. Le ruego que no insista.
El otro replicó:
—Déjeme usted en paz.
Gontrán, apretando los dientes , y estremecido por la cólera, dijo:
—¡Caballero! ¡Yo no tolero impertinencias!
El otro solamente pronunció una palabra, una palabra malsonante, que repercutió de punta a punta del café, y, como por efecto de un resorte, hizo volver la cabeza a todos los concurrentes. Los ojos de todos quedaron fijos en un mismo punto; los mozos que servían se detuvieron para mirar; la señora del mostrador echaba el cuerpo fuera, estremecida y curiosa.
Reinó un solemne silencio. De pronto sonó un chasquido. Gontrán había dado al otro una bofetada. Varios de los presentes se lanzaron a separarlos. Hubo cambio de tarjetas. CONTINUAR LEYENDO
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