Hay una Colombia que camina discretamente entre la violencia, la exclusión y el odio; es el país de la palabra. Uno que prefiere leer, escuchar y conversar; antes que insultar, golpear y disparar. Casi no se ve. O mejor, casi no se hace visible. Sabe que, en medio de la barbarie, acallar es más que un verbo que amordaza. Camina pasito y despacito y así, mesuradamente, se cuela en cada resquicio de esta pobre nación resquebrajada.
El país de la palabra es el de los lectores y los libros. Está en las aulas y en las bibliotecas al lado de los maestros y los bibliotecarios, en las grandes ciudades y en los pueblos más pequeños; en las librerías y en las editoriales, junto a los libreros, los autores, los editores y los impresores. Son más de mil quinientas bibliotecas públicas, sin contar con las privadas, las escolares y las carcelarias. Además, calculando por encima, las librerías y las editoriales pueden sumar unas cuatrocientas.
También están las bibliotecas itinerantes, pues este es un país en movimiento. Son ciento cincuenta. Recorren el territorio de la mano de los promotores de lectura, una especie de quijotes que cargan libros a cuestas, construyen comunidad y persiguen empecinados la utopía de un mundo mejor. Son hombres y mujeres que llevan libros a los lugares más insospechados y, a su paso, dejan una estela que transforma todo lo que toca. Los usuarios y lectores, por su parte, se cuentan en millones de todas las edades. Están en la playa, en la montaña, en la calle o en la selva; todos buscan comprender algo o, por lo menos, entenderse a sí mismos a través de los demás. El país de la palabra más que grande, es grandioso.
En cada libro leído anida la libertad. Cada uno es una puerta de acceso a un universo y representa la oportunidad de imaginar otras maneras de vivir. El país de la palabra es el de la imaginación y el conocimiento, el que sabe que no se necesita mucho más para cambiar el mundo; el que lleva décadas haciendo la revolución silenciosa mientras los demás hacen la guerra estrepitosa. El que entiende que en la lectura y en los lectores anida la paz, pues acceder a las ideas de los otros y confrontarlas con las nuestras, es estar dispuestos a la diferencia y querer construir con los demás. El país de la palabra habla, no mata.
Hay un país que camina y labra la palabra, a su paso siembra futuro. Ese país no tiene todas las respuestas, pero siempre está buscando las preguntas. Por eso le resulta incómodo al poder en su versión más arbitraria, acostumbrado como está a no responder por lo que hace. Por eso en Colombia, acallar es un verbo que flota río abajo entre los cuerpos inertes de los que se atreven a decir las cosas. Proteger a este país que habla, lee y escribe, es una tarea ineludible; en sus palabras palpita para todos la esperanza.
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