¿Globalización?, gritaba como si la sola palabra pudiera convertirse en pregunta. ¿Globalización?, ¿Qué demonios quiere decir que en la globalización cierran los vuelos por una gripe?
La funcionaria de la línea aérea, con un traje sastre apretado de color rojo y camisa blanca de rayas azules, lo miró sin dirigirle la palabra. Sólo era asunto suyo informar que los vuelos se suspendían debido a una epidemia de gripe; los pasajeros despotricarían, hablarían de derechos, las madres llorarían diciendo que sus hijos las esperaban, los hombres de negocios le dirían que si no consideraba los riesgos a los que exponía a cientos de trabajadores por el retraso en los pagos que estaba provocando su compañía. La funcionaria lo sabía. Le pasaba cuando los huracanes, los terremotos, los golpes de estado o simplemente el mal tiempo la sacaban de su oficina en el tercer piso del aeropuerto y la obligaban a bajar al mostrador para enfrentarse a una humanidad que acababa de gozar de sus vacaciones y ahora exigía volver a sus rutinas, y lo hacía amparada en sus derechos. A veces le tocaba pagar comidas y hoteles; cuando podía, sin embargo, gozaba en reenviar señoras con maletas pesadísimas, jovencitas nerviosas o migrantes asustados al vuelo de mañana, a la misma hora, sin más.
¿De qué aldea global están hablando si se me puede encerrar en un país y no dejarme volver a casa?, seguía gritando el hombre. Un médico, un señor elegante, desencajado, incapaz de controlarse. Su hija se había caído de la escalera y tras rodar por dieciocho peldaños se había fracturado el fémur y ahora corría el riesgo de que un coágulo pudiera formarse y correr hacia su corazón de niña grande, o hacia su cerebro de pintora de mundos azules. Él necesitaba estar con ella, era su padre, era su médico.
La funcionaria le dijo que eran disposiciones oficiales, que las autoridades sanitarias de los países de Europa y América del Sur habían dispuesto cerrar las fronteras para evitar la propagación de un virus mutante, un N1H1 particularmente agresivo. Su traje sastre rojo acompañaba sus gestos pausados, de trabajadora de aparador. Qué fastidio que la gente tuviera sentimientos, parecía decir su hombro derecho que no se atrevía a levantarse porque sería descortés, pero demostraba el total desapego de la mujer del hambre, de la angustia, del enamoramiento que esperaba volver a su objeto de pasión, del rostro del hombre que seguía razonando acerca de qué globalización es la que detiene a las personas sin permitirle volver a su vida, la propia, no la del trabajo.
El hombre era alto, de bellas facciones, podría decirse que atractivo. Pero qué necedad: si no se puede, no se puede, se movió el hombro derecho de la funcionaria al interior del traje sastre rojo. Su hombro hablaba lo que su boca no podía decir. Y podía ser muy desagradable, vulgarmente burocrático. CONTINUAR LEYENDO
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