Al principio yo la saludaba desde mi vereda y ella me respondía con un ademán nervioso e instantáneo. Después se iba a los saltos, golpeando las paredes con los nudillos, y, al llegar a la esquina, desaparecía sin mirar hacia atrás. Desde el comienzo me gustaron su cara larga, su desdeñosa agilidad, su impresionante saco azul que más bien parecía de muchacho. María Julia tenía más pecas en la mejilla izquierda que en la derecha. Siempre estaba en movimiento y parecía encarnizada en divertirse. También tenía trenzas, unas trenzas color paja de escoba que le gustaba usar caídas hacia el frente.
Pero, ¿cuándo fue eso? El viejo ya había puesto la mercería y mamá hacía marchar el fonógrafo para copiar la letra de Metenita de Oro, mientras yo enfriaba mi trasero sobre alguno de los cinco escalones de mármol que daban al fondo; Antonia Pereyra, la maestra particular de los lunes, miércoles y viernes, trazaba una insultante raya roja sobre mi inocente quebrado violeta, y a veces rezongaba: « ¡Ay, jesús, doce años y no sabe lo que es un común denominador! » Doce años. De modo que era en 1924.
Vivíamos en la calle principal. Pero toda avenida 18 de julio en un pueblo de ochenta manzanas, es bien poca cosa. A la hora de la siesta yo era el único que no dormía. Si miraba a través de la celosía, transcurría a veces un bochornoso cuarto de hora sin que ningún ser viviente pasase por la calle. Ni siquiera el perro del señor Comisario, que, según decía y repetía la negra Eusebia, era mucho menos perro que el señor Comisario. CONTINUAR LEYENDO
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