Segunda quincena de agosto. Quiero dormir un rato, un minuto, un siglo, / pero que todos sepan que no he muerto. Suelo recordar estos dos versos de Federico García Lorca todos los años en Baeza, cuando el aniversario armado y desalmado de su ejecución me sorprende en el curso de poesía que desde hace años organiza allí la Universidad Internacional de Andalucía. Numerosos alumnos, poetas y profesores nos reunimos para meditar sobre el presente y el pasado de un género que se mezcla con la historia y con todas las palabras de la vida.
Mi primer recuerdo poético de Baeza data de 1983, cuando acompañé a Rafael Alberti y Aurora de Albornoz a un homenaje que se dedicaba a Antonio Machado. Se trató de un acto de afirmación democrática frente al pasado del franquismo, porque 17 años antes la Ley de Orden Público de la dictadura, sus grises y su Brigada Político Social, había impedido otro homenaje: la colección de un busto del poeta realizado por el escultor Pablo Serrano. Amenazas, pistolas, multas y detenidos.
La España oficial era incompatible en 1966 con la figura cívica de don Antonio. Se sabía mucho mejor representada por la imagen de Fraga Iribarne en bañador, en la playa de Palomares, metido en aguas y en miseria, demostrando que no se corría peligro después de que dos aviones del ejército norteamericano chocaran en pleno vuelo con cuatro bombas nucleares. Parece ser que esas bombas tenían 75 veces más poder de destrucción que la arrojada sobre Hiroshima.
Estaba yo convencido en 1983 de que los dictadores y los demagogos hacen bien en temer el poder de la poesía. No destruye ciudades, pero genera una rebeldía íntima contra las mentiras, las represiones y las injusticias que ensucian el mundo. Como sigo manteniendo esa militancia lírica, me conmueve pasear por las calles de Baeza, pasar por delante del Instituto en el que Antonio Machado daba clases de francés o por la casa en la que escribía, convivía con la pérdida de Leonor y soñaba una España distinta a la patria de charanga y pandereta que cubría con retóricas nacionales la humillante existencia de la desigualdad, la pobreza y la soberbia impudorosa de los ricos.
El fuego de los sueños pasa de unas manos a otras. Gracias a los viajes de estudios que organizaba la Universidad de Granada, el joven estudiante Federico García Lorca pudo conocer a Machado en Baeza. Músico y poeta, andaba ya descubriendo que es mejor ponerse de parte de los que aman que de los que odian, cerca de los que sufren y con los ojos y los oídos abiertos a las palabras de Rosalía de Castro, Juan Ramón Jiménez o los campesinos de los campos andaluces. El fuego de esos sueños es el que sigue alentando en Baeza cada verano, en unas aulas por las que han pasado ya muchas voces. Baeza y la lentitud humana de un tiempo almado desarmado, dispuesto a pensar en el sentido de la vida humana.
Este año se ha presentado en el curso el libro A ras de suelo. De la ciencia a la poesía transitando por el cáncer de mama (El ojo de Poe, 2022), una antología preparada por Margarita García Carriazo y Laia Bernet Vegué, dos médicas que investigan y tratan la enfermedad. Han hecho un trabajo emocionante, dedicado “A nuestros pacientes, mujeres y hombres, cuya vida cruzó y cambió la nuestra”. Cualquiera que haya sentido la vocación educativa podría decir lo mismo de su alumnado.
Llevamos años defendiendo que la conciencia cívica hace imposible separar la ciencia, la técnica y las humanidades. Si el conocimiento quiere ponerse al servicio de la sociedad, de cada una de las personas que la componen, no puede convertirse en un negocio. El saber es algo más que una mercancía. El deterioro de la sanidad y la educación es el mayor peligro del bien común, una lógica que maltrata las razones de un mundo cuidadoso, una dinámica habitada por enemigos íntimos de la poesía, gente sin fe en la dignidad de las palabras, los ordenadores, los cuerpos y los laboratorios. Ni sentimientos sin razón, ni razones sin sentimientos.
En Baeza hablamos de la necesidad de cuidarnos, de escucharnos, de sentir alegrías o padecer en común. Y cuando me despido de sus calles, de su instituto, su catedral y su plaza porticada, me gusta recordar a Antonio Machado y Federico García Lorca. Quiero dormir un rato, un minuto, un siglo, / pero que todos sepan que no he muerto. Se hace camino al andar.
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