sábado, 13 de agosto de 2022

"¿POR QUÉ LOS LIBROS PROLONGAN LA VIDA?". Por Umberto Eco (La Nación, 1997)

No hace mucho me entretenía imaginándome a aquellos progenitores nuestros que hablaban de sus esclavos adiestrados en trazar caracteres cuneiformes como si fueran modernos computers. Me entretenía pero no bromeaba. Cuando hoy leemos artículos preocupados por el porvenir de la inteligencia humana frente a nuevas máquinas que se aprestan a sustituir nuestra memoria, advertimos un aire de familia. Cuando hoy se leen artículos preocupados por el futuro de la inteligencia humana frente a nuevas tecnologías que se disponen a sustituir nuestra memoria, se advierte un aire familiar. Quien sabe algo reconoce inmediatamente ese pasaje de Fedro platónico, citado innumerables ocasiones, en el que el faraón, preocupado, le pregunta al dios Toth –creador de la escritura– si ese diabólico instrumento no hará al hombre incapacitado para recordar y, por lo tanto, pensar.

La misma reacción de terror debe de haber sentido quien vio por primera vez una rueda. Habrá pensado que nos olvidaríamos de caminar. Acaso los hombres de aquel tiempo estaban más dotados que nosotros para realizar maratones en los desiertos y en las estepas, pero morían antes y hoy serían dados de baja en el primer distrito militar. Con esto no quiero decir que, por esa razón, no nos debamos preocupar de nada y que tendremos una bella y sana humanidad habituada a merendar sobre la hierba de Chernobyl; si acaso, la escritura nos ha hecho más hábiles para comprender cuándo debemos detenernos, y quien no sabe detenerse es analfabeto, aunque vaya en cuatro ruedas.

El malestar hacia nuevas formas de capturar la memoria se ha producido en cada época. Frente a los libros impresos en mal papel, que daban la certeza de que no iban a durar más de cinco o seiscientos años, y con la idea de que esa cosa podía ir en manos de todos, como la Biblia de Lutero, los primeros compradores gastaban una fortuna en hacer a mano códices en minutara para tener la impresión de poseer todavía manuscritos en pergamino. Hoy, esos incunables diminutos cuestan un ojo de la cara, pero la verdad es que los libros impresos ya no requerían ser ilustrados. ¿Qué es lo que hemos ganado? ¿Qué ha ganado el hombre con la invención de la escritura, de la impresión, de las memorias electrónicas?

En una ocasión, Valentino Bompiani hizo circular una frase: “Un hombre que lee vale por dos”. Dicha por un editor, podría ser entendida solamente como un eslogan feliz, pero pienso que significa que la escritura (en general, el lenguaje) prolonga la vida. Desde los tiempos en que la especie comenzaba a emitir sus primeros sonidos significativos, las familias y las tribus necesitaron de los viejos.

Quizá primero no servían y eran desechados cuando ya no eran eficaces para la caza. Pero con el lenguaje, los viejos se han convertido en la memoria de la especie: se sentaban en la caverna, alrededor del fuego y contaban lo que había sucedido (o se decía que había sucedido, ésta es la función de los mitos) antes de que los jóvenes hubieran nacido. Antes de que se comenzara a cultivar esta memoria social, el hombre nacía sin experiencia, no tenía tiempo para forjársela y moría. Después un joven de veinte años era como si hubiese vivido cinco mil. Los hechos ocurridos antes de que él naciera, y lo que habían aprendido los ancianos, pasaban a formar parte de su memoria.

Hoy los libros son nuestros viejos. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza respecto al analfabeto (o de quien, alfabeta, no lee) es que él está viviendo y vivirá sólo su vida, y nosotros hemos vivido muchísimas. Recordamos, junto con nuestros juegos de infancia, los de Proust; hemos sufrido por nuestro amor, pero también por el de Píramo y Tisbe; hemos asimilado algo de la sabiduría de Solone; nos hemos estremecido por algunas noches de viento en Santa Elena, y nos repetimos, junto con el cuento de hadas que nos contó la abuela, el relato de Sheherazade.

A alguien todo esto le puede dar la impresión de que, apenas nacemos, ya somos insoportablemente ancianos. Pero es más decrépito el analfabeto (de origen o por elección) que quien padece arteriosclerosis desde niño, y no recuerda (porque no sabe) qué le sucedió a Los Idus de Marzo. Por supuesto, también podemos recordar mentiras, pero leer igualmente ayuda a discernir. No conociendo las culpas de los demás, el analfabeto ni siquiera conoce los propios derechos.

El libro es un seguro de vida, una pequeña anticipación de la inmortalidad. Hacia atrás (por desgracia) en lugar de hacia adelante. Pero no se puede tener todo y al instante.

 





 

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