El sesgo de clase está detrás de las diferencias en comprensión lectora de los niños españoles
La magnitud de la muestra del informe de la Asociación Internacional para la Evaluación del Rendimiento Educativo (IEA) sobre la comprensión lectora entre niños de 9 y 10 años del globo (unos 400.000) ofrece una garantía razonable de fiabilidad. Tras el significativo avance de 15 puntos de los niños españoles hace cinco años, en 2016, los datos de 2021 recién publicados sobre 10.000 niños indican un retroceso de siete puntos, en parte debido a los efectos de la pandemia en la escolarización y los cierres de los colegios. Pese a ello, España se sitúa por encima de la media con respecto a otros países de características semejantes, con algunas destacables anomalías, como el Principado de Asturias, que figura de forma excepcional muy por encima de la media europea y española, del mismo modo que la singularidad demográfica y sociocultural de Ceuta y Melilla explica la necesidad de redoblar esfuerzos ante resultados desproporcionadamente por debajo de la media.
Las conclusiones más relevantes del informe atañen a factores cualitativos más que cuantitativos, y son dos fundamentalmente: en las casas donde se lee con asiduidad los niños leen más y mejor y el sesgo socioeconómico es determinante para que disminuya la competencia lectora. Entre los datos esperanzadores está la reducción de la brecha de género (ya no leen más las niñas que los niños), pero el peor de todos es la perpetuación de la diferencia de clase social. Es ahí donde los poderes públicos deben afinar sus instrumentos de análisis y su capacidad de compensar los déficits estructurales de amplios sectores sociales, a menudo, sin conciencia de que ese instrumento —la aptitud, rapidez y calidad de la lectura— se convertirá en el futuro en una causa de discriminación profesional y vital. Las familias pueden no saber que la única vía de mejora de la comprensión lectora es la práctica asidua, rutinaria y gozosa, pero el Estado sí lo sabe. Son las administraciones las que deben intervenir en los contextos más adversos para compensar ese déficit. Medidas caras como reducir a la mitad el número de alumnos por clase en entornos sociales más pobres son en realidad inversiones de futuro destinadas a mitigar la desigualdad social.
Las pantallas no son el problema. Funcionan como instrumento necesario de socialización para manejarse en la adolescencia y en la juventud. La capacidad y potencia de lectura lo son también, y es ahí donde una política de Estado debe ser capaz de identificar las carencias que propicien que niños de 10 años lean todavía con el dedo pegado al papel (o a la pantalla): evitar que esa escena que fue común y amplísima hace 100 años persista hoy es una obligación colectiva. Nunca habían leído tanto nuestros hijos como en los últimos años, pero buena parte de esa literatura no llega ni puede llegar a todos sin la ayuda de una política de Estado que ataque en origen la desigualdad de oportunidades.
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