Hemos hecho de la palabra un arma de discordia en un mundo hipernarrado y, por tanto, hiperfracturado, donde cada persona habla y habla para no comunicar nada
Aeropuerto de Atlanta. Regreso de la Feria del Libro de Monterrey, México. El primer vuelo se ha retrasado, lo que me obliga a apresurarme para superar los trámites de inmigración y, con suerte, alcanzar el siguiente vuelo hacia Nueva York. En medio de las prisas, con mi equipaje de mano rozo de manera casual y mínima la pierna de un hombre. Me insulta con una violencia desorbitada. No quiero mirar hacia atrás, solo le oigo. Vuelve a insultarme y yo sigo de espaldas contando hasta diez antes de darme la vuelta. Ocho, nueve, y diez. Me giro para responderle y me sorprendo a mí misma. Sin haberlo pensado previamente ni haber recurrido a esta estrategia nunca antes, me dirijo al señor con el lenguaje de signos, una lengua que siempre me ha fascinado. La discusión termina ahí, tal vez debido a una especie de condescendencia absurda hacia la pobre sordomuda o, simplemente, porque el señor carece de estrategias para poder insultarme en lenguaje de signos.
En el libro Veo una voz, hay un pasaje bellísimo en el cual Oliver Sacks narra la historia de Ildefonso, un joven sordo de 27 años que vivió en un estado de confinamiento sensorial en una granja del sur de México. Uno de los rasgos más insólitos del caso es que, a pesar de no haber tenido acceso a ningún tipo de lenguaje, Ildefonso mantuvo su desarrollo mental más o menos estable. En 1987, Susan Schaller, académica e intérprete de signos, le escribió a Sacks una carta en la que le cuenta los progresos con el muchacho. Cuando al principio comenzaron a enseñarle el idioma de signos, el chico no entendía que querían comunicarse con él, y simplemente imitaba los movimientos. Durante meses no hubo avance alguno, sólo una repetición mímica, hueca. Cuando finalmente parecía que Ildefonso había comprendido que se trataba de una tentativa de algo parecido a la comunicación, resultó que carecía de la noción de presente o pasado. El lenguaje nos otorga la capacidad de situarnos en un tiempo, por tanto para él no había diferencia entre la pregunta “qué hiciste ayer” y la pregunta “qué harás mañana”, el sentido del tiempo era un continuo por la ausencia del lenguaje. Debido a su edad avanzada, Ildefonso parecía un caso perdido, hasta que una vez, en clase, apareció un gato. Entonces Schaller le mostró el signo correspondiente a “gato”, y repitió la palabra señalando al animal: gato, gato, gato. En ese momento, como en un chasquido de iluminación, Ildefonso entendió por primera vez que todas las cosas de su entorno, absolutamente todas, y también él, tenían un nombre, de manera que empezó a señalar objetos para averiguar el nombre y así verlos por primera vez. Ildefonso sólo comenzó a ser consciente de su entorno, a verlo, cuando fue capaz de nombrarlo. Tal como lo describe Susan Schaller, Ildefonso “tensa y dilata los rasgos de la cara lleno de emoción […] despacio al principio, luego con avidez, lo va captando todo, como si no lo hubiese visto jamás: la puerta, el tablero de anuncios, las sillas, los estudiantes, el reloj, y a mí... Ha entrado en el universo de la humanidad, ha descubierto la comunión de inteligencias. Sabe ya que él, y un gato, y la mesa tienen nombre”.
Pensaba en esta historia cuando esperaba mi turno en la cola de inmigración. En un mundo en llamas, ¿para qué utilizamos hoy la palabra? Esa palabra inicial, entendida como el gesto primordial que guía hacia las demás y desencadena la liberación de la inteligencia y la mente previamente aprisionadas, esa palabra, ha muerto a base de una reproducción infinita que la ha vaciado de contenido, una metástasis que se extiende por el cuerpo enfermo de un humano global. En el aeropuerto de Atlanta, podría haberle respondido al señor en el mismo idioma en el que me había insultado pero, en cambio y de manera intuitiva, escogí un idioma impenetrable para él. En esta torre de babel en la que los habitantes de hoy nos violentamos en todas las lenguas posibles, le ofrecí, pacíficamente, el silencio, el punto y aparte, el final de la discusión.
¿Pero cuál es el sentido de la comunicación hoy? Uno de los sentidos de la comunicación para cualquier especie es lograr un estado de convivencia que le permita sobrevivir, llegar a acuerdos, negociar de manera que los miembros de su misma especie puedan vivir en un futuro. Pero el humano de hoy parece haber roto cualquier pacto contra la comunicación y aquello que solía llamarse humanidad, y más bien somos como chimpacés perdidos con ametralladoras cargadas que no sabemos usar. Hemos hecho de la palabra un arma de discordia en un mundo hipernarrado y, por tanto, hiperfracturado, donde cada persona habla, habla, habla para no comunicar nada que salvaguarde nuestra vida e integridad como seres humanos. Si fuera posible, tal vez sería necesario olvidar nuestro idioma y aprenderlo de nuevo, para poder ver, para poder mirar por primera vez nuestro entorno, no el gato, o la pizarra, o la profesora que vio Ildefonso, sino los escombros que vamos dejando a nuestro paso, darnos cuenta por fin de que lo que estamos haciendo también tiene un tiempo y un nombre, una palabra, allí donde miremos: exterminio. No sólo contra todo aquello que vive, sino contra nuestro propio ecosistema físico y espiritual.
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