Samuel Butler demostró que los clásicos albergan lecturas revolucionarias para todas las épocas. ‘La autora de la ‘Odisea’ fue una audacia
El ritual de los cuentos antes de dormir, susurro a susurro, año tras año, ha transformado a tu hijo. También a ti. Desde que comenzaron las historias a la orilla de la cama, las noches son otro cantar. Te has convertido en espigadora de trabalenguas, rimas, chistes, nanas, adivinanzas, relatos de miedo y misterio, de amor y horror, historias guiadas por los caprichos del hado o de las hadas. Dos palabras mágicas abren las ventanas de la imaginación y orean la estancia donde nacen las ideas: y si… Ahí nacen las ficciones, tomando un camino divergente de la terca realidad. Y si. Y si lo maravilloso sucediera cotidianamente. Y si las preguntas comunes necesitasen respuestas extrañas. Y si algunas de nuestras certezas fueran solo convenciones heredadas.
A finales del siglo XIX, el escritor y filólogo Samuel Butler lanzó una hipótesis sin precedentes: ¿y si el autor de la Odisea hubiese sido una mujer joven? No fue la ocurrencia de una intelectual feminista, sino de un victoriano iconoclasta, bromista, volteriano y disfrutador —del arte, del paisaje, del deseo textual—, que publicó en 1897 un libro defendiendo esa escandalosa tesis. La primera sospecha le asaltó al traducir el episodio de Circe, la hechicera. Aunque vive sola en una casa aislada en la espesura, Circe no tiene los rasgos de la inmemorial bruja del bosque. Es una figura fascinante y fuerte, amante del héroe durante un año. Cuando Odiseo decide partir, ella lo deja marchar, sin despecho: “No permanezcas en mi palacio contra tu voluntad”. Es más, lo ayuda con sus consejos y revelaciones, salvándole la vida. Al zarpar su barco, le envía un viento favorable que hincha sus velas. Nacía así un arquetipo femenino que unía de forma insólita sabiduría, erotismo, poder e independencia.
Un gran abismo separa la mirada de la Ilíada y de la Odisea. En la primera reinan la ira, el apetito de honor, la batalla. La segunda es un relato de viaje, deseo, añoranza del hogar y hospitalidad hacia los extranjeros. No todos los personajes son guerreros, también se asoman a sus versos mendigos, porqueros y nodrizas. Con estos y otros indicios, Samuel Butler concluyó que no hay un solo Homero, sino que sus epopeyas tienen distinta autoría. En su opinión, la creadora de la Odisea tuvo que ser una mujer: una chica siciliana que se retrató a sí misma en el personaje de Nausicaa, salvadora del héroe cuando naufraga en su isla desnudo. La idea misma de poner a Odiseo en semejante aprieto le parece una travesura de adolescente. “El poema es tal tour de force que nadie salvo una muchacha soltera, terca, joven y entusiasta, acostumbrada a salirse con la suya, lo habría intentado y concluido de manera tan brillante”. Esta hipótesis inspiró a Robert Graves una novela, titulada La hija de Homero, y a Miyazaki el manga y la posterior película Nausicaä del Valle del Viento.
Homero sigue siendo hoy un fantasma, un nombre sin biografía en la niebla del pasado. Sin embargo, sí sabemos quién inventó el yo literario al firmar, por primera vez, un texto con su propio nombre. Hace más de 4.000 años, en el actual Irak, Enheduanna, hija del rey Sargón, poeta y sacerdotisa, escribió un conjunto de himnos que rubricó con orgullo en tablillas de arcilla. Afirmó: “Lo que yo he hecho, nadie lo hizo antes”. Su poesía nos legó una bella metáfora de la creación como una experiencia erótica y, a la vez, maternal, pero su nombre continúa todavía en el silencio. En este “y si” aún por contar, dos grandes pioneras habrían alumbrado con sus voces el nacimiento de la literatura escrita.
Nunca sabremos si una joven testaruda y soltera urdió la Odisea, tampoco si el propio Butler lo creía realmente. Se dice que ni siquiera sus amigos sabían distinguir cuándo bromeaba o hablaba en serio. Su libro La autora de la ‘Odisea’ fue una audacia y un desafío. Quizá simplemente pretendía irritar a los académicos, como también haría Joyce en su Ulises. Aun así, anticipándose a la célebre frase de Virginia Woolf —anónimo es una mujer—, demostró que los clásicos albergan lecturas revolucionarias para todas las épocas. Y, de paso, juguetonamente, probó que la risa tiene razones que la razón ignora.
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