Érase una vez un joven muy erudito, pero arrogante y engreído. Había pasado la mayor parte de su vida estudiando en los libros y había adquirido una amplia cultura, sin embargo, durante todo ese tiempo no había aprendido a respetar a los demás, así que despreciaba a todas aquellas personas que no tenían tantos conocimientos como él y no perdía ocasión de dejarlas en evidencia demostrando lo mucho que él sabía.
Un día tuvo necesidad de viajar a la capital, para lo cual debía cruzar un caudaloso río y, para hacerlo, pagó los servicios de un humilde barquero, que se ganaba la vida traspasando a los viajeros de una orilla a la otra. Silencioso y discreto, el barquero aceptó el encargo y comenzó a remar con diligencia.
No hacía mucho que remaba cuando, de repente, una bandada de aves surcó el cielo y el joven, señalándola, preguntó al barquero con aires de suficiencia:
—Barquero, ya que te cruzas con ellas a diario, ¿habrás estudiado la vida de las aves en los libros?
—No, señor —repuso el barquero—, yo de aves no sé nada.
—Entonces, amigo mío, has perdido la cuarta parte de tu vida.
Pasaron unos minutos, la barca se deslizaba ahora junto a unas exóticas plantas que flotaban en las aguas del río. El joven, señalándolas, le preguntó al barquero:
—Dime, barquero, ¿habrás estudiado botánica y podrás indicarme qué plantas son esas?
—No, señor, yo no sé nada de plantas.
—Pues debo decirte que has perdido la mitad de tu vida —comentó el petulante joven.
El barquero seguía remando pacientemente. El sol del mediodía se reflejaba luminosamente sobre las aguas del río. Entonces el joven preguntó:
—Sin duda, barquero, debes llevar muchos años deslizándote por este río, debes saber, por tanto, algo de la naturaleza de sus aguas.
—No, señor, no sé nada al respecto; ni de estas aguas ni de otras.
—¡Ay, amigo mío! —exclamó el joven con una sonrisa burlona—-, de verdad que has perdido las tres cuartas partes de tu vida.
De súbito, la vieja barca comenzó a hacer agua; no había forma humana de achicar tanto líquido y la embarcación empezó a hundirse. El barquero, entonces, preguntó al joven:
—Señor, ¿supongo que sabrás nadar?
—¡No! —repuso el joven asustado.
—Pues me temo, amigo mío, que como no aprendas rápido vas a perder toda tu vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario