Estaba viendo un programa concurso de la tele cuando descubrí entre los invitados a mi difunta madre. Me pareció que movía los labios y las manos como para decirme algo que no fui capaz de traducir porque la cámara volvió a enfocar enseguida a los concursantes. El programa duraba una hora, de modo que la distinguí en varias ocasiones, siempre así, de manera fugaz, a rachas. No conocía ese programa, pero me aficioné a él porque, además de mamá, a veces aparecían también otros muertos de la familia, con los que intercambiaba señales. Se lo comenté a un periodista amigo que me proporcionó un contacto con la cadena a fin de obtener un pase con el que acudir al programa y comprobar si lo que percibía desde casa era una alucinación.
Había una demanda enorme para participar como público, pero al cabo de un mes aceptaron mi solicitud. Tenía que presentarme en una plaza muy céntrica de Madrid, donde habían citado a los agraciados para conducirnos a los estudios, que se hallaban en las afueras. El autobús iba hasta arriba de gente de mi edad, salvo cuatro o cinco jóvenes solitarios. No vi a mi madre ni a ninguna otra persona de la familia, lo que me decepcionó un poco. Pensé que quizá había varios puntos de recogida o que ese día, precisamente, se habían quedado en casa (en la tumba, sería más propio decir). La atmósfera dentro del autocar era rara, no voy a decir que siniestra, pero casi.
Una vez en el plató, nos señalaron nuestros lugares y nos indicaron cuándo debíamos aplaudir, cuándo debíamos reírnos o cuándo debíamos permanecer callados. Al poco de comenzar el concurso, me pareció distinguir a mis hijos allá lejos, muy, muy lejos, al otro lado del objetivo de las cámaras, al otro lado de la vida, y tuve la certeza de que estaba muerto. Todos los invitados estábamos muertos y tal vez aquello era el infierno.
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