El mar siempre es un buen compañero de conversación. Cuando uno vive la suerte de pasear junto a una orilla, acaban desnudándose ante nuestros ojos aquellas cosas que tienen cuerpo, por muy envejecido que su cuerpo esté. Se gana mucho cuando uno aprende a perder el tiempo. Hablo, claro está, del mar de los paseantes en la orilla, de los que utilizan un puente para salir de sus afanes diarios, no del mar trabajoso de los barcos de pesca, ni de los portaviones bélicos, ni de las pateras, que no navegan para escucharse a ellos mismos, sino para negociar con la realidad.
Las olas del mar me traen siempre la voz de mi padre, algo teatral y emocionada, leyendo en alto “La canción del pirata” de Espronceda. Cerca de su butaca, esperaba el tomo de Las mil mejores poesías de la lengua castellana, y en cuanto encontraba la ocasión propicia nos leía historias en verso, poemas tradicionales con planteamiento, nudo y desenlace. La poesía jugó para mí el papel de los cuentos infantiles. Caperucitas y Blancanieves se vieron sustituidas por un castellano leal que prefería quemar su castillo a convivir con las traiciones de una estirpe desleal, un hombre maduro y desencantado de la vida que volvía a enamorarse en un vagón de tren o un niño pobre que se ganaba el pan vendiendo periódicos por la calle. Entre el Duque de Rivas, Campoamor o Carlos Roxlo, las rimas de Espronceda aparecían una y otra vez para hablar de la libertad y del arrojo de un pirata que, con desparpajo de niño rebelde, se sentía dueño del mundo del uno al otro confín. Yo no recuerdo la primera vez que vi el mar, pero sí la primera vez que oí en la voz de mi padre “La canción del pirata”.
El vértigo romántico hace tiempo que dejó de interesarme. No se puede de manera ingenua oponer la libertad al poder y al orden, porque sólo un orden justo puede asegurar una libertad respetable que no se confunda con la ley del más fuerte. Pero sigo celebrando el orgullo lírico que no aceptaba el yugo del esclavo, aunque sepa que sacudirlo supone un riesgo inmediato. ¿Y la vida? Por perdida ya la di, cuando el yugo del esclavo, como un bravo sacudí.
El ser humano es un ser mortal, que necesita la memoria precisamente porque está llamado a desaparecer. También lo escribió Jorge Manrique al aceptar que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir. Y avisó: no se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera. El mar avisa, es una conversación que nos invita a pensar en dirección contraria a la rutina, porque nos enseña a mirar e imaginar lo que hay más allá de las superficies, dentro del agua y de las palabras. En muchas palabras caben tantos siglos de historia y tantos brotes de vida o de muerte como en el mar.
De Las mil mejores poesías pasé a Federico García Lorca en un azar seguro que fue decidiendo mi destino. Los seis hijos varones que intentaba sosegar mi madre suponían un peligro para las sillas, las butacas, las mesas y los floreros de la casa. Todo acababa cojeando, como los piratas más literarios, por culpa de las travesuras de unos salvajes de barrio. Por eso mis padres cerraron una habitación, el salón de las visitas, para recibir con decencia a mis abuelos o a los amigos que se acercaban a compartir una tarde de sábado. En ese salón de las visitas, espacio sagrado, estaba la biblioteca en la que encontré un libro encuadernado en piel y editado por Aguilar en papel biblia. Eran las obras completas de Federico García Lorca. Algunas canciones del poeta granadino, muerto 22 años antes de que yo naciera, me enseñaron a preguntarme lo que cabe en palabras como amor, camino, luna, estanque y mar, y me llevaron hacia un espejo para mirarme y observar cómo se camina con pata de palo.
La vida, entre otras cosas, es una costumbre de desaparición. Los seres mortales aprendemos a pasear y, si somos capaces de hacernos dueños de nosotros mismos, a responder del camino elegido y de la dignidad de cada paso. Las olas del mar no son un ruido, sino una conversación que conserva las herencias del pasado porque sabe cambiar con los años. En busca del buen viento y el mejor rumbo, no se trata de permanecer inmutables, sino de responder con decencia en cada época, profundizando el sentido de las épocas y los pasos anteriores. Para los que quieren taparse la cara con pañuelos y los que se agitan en un caliente bramido, Federico García Lorca escribió este verso: “Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!”.
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