viernes, 16 de febrero de 2024

"GIL BRALTAR". Un cuento de Juliio Verne

«Gil Braltar» es un cuento satírico de Jules Verne publicado en 1887. La historia sigue a un patriota español que ha perdido la cordura, quien lidera a un peculiar grupo para intentar recuperar Gibraltar de las manos inglesas. El humor con que está tejida la historia, no oculta la irónica crítica que Verne realiza a través de este relato al espíritu imperialista inglés de la época, sus ansias de conquista, su racismo y su política colonial.

I

Había allí unos setecientos u ochocientos, a lo sumo. De talla promedio, pero robustos, ágiles, flexibles y hechos para los saltos prodigiosos. Se movían iluminados por los últimos rayos del sol que se ponía al otro lado de las montañas ubicadas al oeste de la rada. Pronto, el rojizo disco desapareció y la oscuridad comenzó a invadir el centro de aquel valle encajado en las lejanas sierras de Sanorra, Ronda y del desolado país del Cuervo.

De pronto, toda la tropa se inmovilizó. Su jefe acababa de aparecer montado sobre el lomo de un flaco asno que formaba la cresta misma de la montaña. Desde el puesto de soldados, sobre la parte superior de la enorme piedra, nadie era capaz de ver lo que estaba sucediendo bajo los árboles.

—¡Shhh, shhh! —silbó el jefe, cuyos labios, recogidos como un culo de pollo, dieron a ese silbido una extraordinaria intensidad.

Un ser singular ese jefe de estatura alta, vestido con piel de mono, cubierto de pelo, su cabeza poblada con una enmarañada y espesa cabellera, la cara erizada por una corta barba, sus pies desnudos y duros en la planta como un casco de caballo.

Levantó el brazo derecho y lo extendió hacia la parte inferior de la montaña. Todos repitieron de inmediato aquel gesto con precisión militar, mejor dicho, mecánico, como auténticos muñecos movidos por un mismo resorte. El jefe bajó su brazo y todos los demás bajaron sus brazos. Se inclinó hacia el suelo. Todos se inclinaron adoptando la misma actitud. Empuñó un sólido palo que comenzó a ondear. Todos ondearon sus palos y ejecutaron un molinete similar al suyo, aquel molinete que llaman «la rosa cubierta».

El jefe se dio la vuelta, se deslizó entre las hierbas y se arrastró bajo los árboles. La tropa lo siguió al mismo tiempo que se arrastraban.

En menos de diez minutos había recorrido los senderos del monte, descarnados por las lluvias sin que el movimiento de una piedra pusiera al descubierto la presencia de esta masa en marcha.

Un cuarto de hora después, el jefe se detuvo. Todos se detuvieron como si se hubieran quedado congelados en el lugar.

A doscientos metros más abajo se veía la ciudad, cobijada por la extensa y oscura rada. Numerosas luces hacían visible el confuso grupo de malecones, casas, villas y cuarteles. Más allá, se distinguían los fanales de los barcos de guerra y las luces de los buques comerciales. Los pontones, anclados en el muelle, se reflejaban en la superficie de las tranquilas aguas. Más lejos, en la extremidad de la Punta de Europa, el faro proyectaba su haz luminoso sobre el estrecho. CONTINUAR LEYENDO

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