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El mero hecho de salir a la calle implica esperar que los demás harán su parte y que, además, la harán bien
Hay que confiar en uno mismo. Esa es una de las consignas de nuestro tiempo. Y hay que hacerlo sin titubeos ni fisuras, desde que uno se despierta hasta que apaga la lucecita de la mesita de noche. Incluso mientras se sueña, si es preciso. Lo decimos y nos lo dicen. Casi como un imperativo.
Pero confiar en los demás es igualmente fundamental. El mero hecho de salir a la calle implica una importante dosis de confianza en los demás. La confianza en que harán su parte, y que además la harán bien. Confiamos en el resto cuando cruzamos por un paso de peatones, por ejemplo, o también cuando circulamos por una carretera. Cuando se va por la calle o se circula hay que estar atento a todo lo que pasa, especialmente a lo que hacen y pueden hacer los demás. Pero aun así, no se puede controlar al milímetro todo lo referente a las acciones de los otros. Tenemos que aprender a confiar, y con ello saber cómo y cuándo hacerlo.
Conducirnos bien por los caminos de la vida es posible si es en base a la confianza. Una confianza que debe ser recíproca. También los demás necesitan confiar en que nosotros cumplamos con nuestra parte, y solamente nosotros podemos responder a esa confianza. De ahí que en un mundo donde lo que rige es el “yo” y “lo mío” conviene recordarnos con asiduidad que si no fuera también por los demás poco “yo” llegaríamos a ser.
La pregunta que todos nos habremos hecho en alguna ocasión es cómo se logra esa confianza tan necesaria para el día a día, y además hacerlo en su justa medida. Teniendo en cuenta, para más complejidad, que las cosas cambian y que lo que ayer nos valía puede que hoy ya no lo haga.
Podría parecer que el camino para desarrollar este virtuoso hábito (por utilizar un lenguaje aristotélico) pasa por llevar la mirada hacia el interior. Uno podría pensar que es olvidándose del mundo y todo lo que hay en él que debe construirse un castillo interior capaz de protegernos de las inclemencias externas. Como parece que sucede con el proceso de autoconocimiento, que si es auto es porque se supone que solo se nutre de sí mismo. Ajeno a todo lo foráneo, a solas y con la vida a cuestas se presume que uno debe conocerse y confiar en sí mismo amurallado en su interioridad.
Pero nada más lejos de la realidad. Como en el caso del autoconocimiento, tampoco en la confianza en sí mismo estamos ante un proceso completamente cerrado y hermético. Nos encontramos aquí con la misma apertura que se da en la construcción de la propia identidad, en la cual las imágenes que tejen la policromía del “yo” nunca se pigmentan enteramente de puertas para dentro. Al revés, toda consideración subjetiva tiene su parte de influencia exterior, ya sea de la familia, de las amistades, de la sociedad o de lo que fuere. CONTINUAR LEYENDO
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