lunes, 26 de febrero de 2024

"LA CIUDAD DE LOS GATOS OBSTINADOS". Un cuento de Italo Calvino

La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres están una dentro de la otra, pero no son la misma ciudad. Pocos gatos recuerdan el tiempo en que no había diferencia: las calles y las plazas de los hombres eran también las calles y las plazas de los gatos, y el césped, patios, balcones y fuentes: se vivía en un espacio amplio y variado. Pero ahora, desde hace varias generaciones, los felinos domésticos son prisioneros de una ciudad inhabitable: las calles son recorridas ininterrumpidamente por un tráfico mortal de coches matagatos; en cada metro cuadrado de terreno, donde antes había un jardín o un solar baldío o los restos de una olvidada demolición, ahora se elevan bloques, edificios de casas populares, rascacielos flamantes; todas las aceras están atestadas de coches estacionados; uno a uno, los patios son techados y convertidos en garajes o en cines o en almacenes o en talleres. Y donde se extendía una meseta ondulante de tejados bajos, cornisas, azoteas, depósitos de agua, balcones, tragaluces, tejados de chapa, ahora se alza la sobreedificación general de todo lo sobreedificable: desaparecen los desniveles intermedios entre el ínfimo suelo de la calle y el excelso cielo de los sobreáticos; el gato de las nuevas camadas busca en vano el itinerario de sus padres, el punto de apoyo para el salto flexible desde la balaustrada hasta la cornisa, luego hasta el canalón para trepar rápidamente por las tejas.

Pero en esta ciudad vertical, en esta ciudad comprimida donde todos los vacíos tienden a llenarse y cada bloque de cemento a compenetrarse con otros bloques de cemento, se abre una especie de contraciudad, de ciudad negativa, que consiste en tajadas vacías entre muro y muro, con distancias mínimas entre unas y otras y las partes traseras de los edificios exigidas por el reglamento de construcción. Es una ciudad de paredes medianeras, huecos de luz, conductos de ventilación, entradas de coches, patios interiores, accesos a los sótanos, como una red de canales secos sobre un planeta de yeso y alquitrán, y es a través de esta trama entre los muros por donde aún se despliega el antiguo pueblo de los gatos.

Marcovaldo, algunas veces, para pasar el tiempo, seguía a algún gato. Era en la pausa del trabajo, entre las doce y media y las tres, cuando todo el personal, excepto Marcovaldo, iba a casa a comer. Y él, que llevaba su comida en una bolsa, de entre las cajas del almacén se agenciaba una que utilizaba como mesa, se echaba al cuerpo el bocado, fumaba medio puro barato y seguía por allí dando vueltas, solo y ocioso, esperando la hora de volver a trabajar. En aquellos momentos, cualquier gato que se asomara por una ventana era siempre una compañía apreciada y un guía para nuevas exploraciones. Había hecho amistad con un gato atigrado, bien alimentado, con un lazo azul al cuello, y que seguramente pertenecía a alguna familia acomodada. Este atigrado tenía en común con Marcovaldo la costumbre de pasear después de comer: de ahí nació naturalmente una amistad. CONTINUAR LEYENDO

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