Pongamos que se llamaba Juan, por darle un nombre. Y que lo recuerdo por el sur de su cuerpo. Del mío. Nuestros sur, como cordilleras meciéndose por placas tectónicas. Espasmos telúricos. Sudor, fluidos. El sur del sur. Toda historia tiene un inicio feliz y una desgracia que le precede.
Solíamos bromear con los tópicos, los estereotipos, los insultos. El insulto, esa perorata que si ocupas bien y susurras en el momento preciso, te lleva a lugares carnales no previstos. Una bomba. La aceleración de los sentidos. Mientras más vulgar, mejor. ¿Qué hay detrás de ese desprecio que aviva todo a su paso? ¿Qué lo motiva, qué oculta del razonamiento? Qué nos decíamos sin decir. Y así varios años. Nosotros seísmos.
Pero en el sur siempre sucede algo, demasiado de todo: sequía, cincuenta grados, pedazos de pollo empanado que se caen en la arena y son imposibles de comer, aunque el mar siempre da demasiada hambre. La cerveza caliente, la toalla húmeda, el mar frío. Los chiringuitos caros. La desigualdad. Nadie es tan desigual como el que no lo sabe. Como el que nace, crece y desayuna todos los días más de lo mismo y no se entera que hay algo más. Nada tan desigual como soñar lo que la televisión te dice que sueñes. La ausencia de originalidad. Todos desiguales, no como la ropa, sino como los que se tienen que ir para volver con el paso de los años a ver morir lentamente a los padres que la sanidad pública ya no quiere cuidar. Pasa de todo. Nonina. Y no hay escala Richter que lo pueda medir.
Primero fue la falta de dinero. ¿Cómo no? Tres trabajos temporales, a veces enganchados uno a otro y otras veces simultáneamente. No se vaya a creer que es porque una no quiere trabajar, sino porque si se trabaja mucho es que ya no se quiere. De querer, se quiere. De querer parar también. Ahora está de moda quejarse. Ay, que nuestros padres tuvieron algo mejor. Pero mejor a qué. Ahí está la desigualdad, pero no la que te dicen los programas o los políticos en sus discursitos, la desigualdad de verdad. Qué fue lo que tuvieron mejor, que yo no lo veo. Él decía que las expectativas. Hay que tener expectativas del apartamento, de la familia, de las vacaciones. Peor, vacaciones de verdad, no esas que te vas en un dos por tres a Huelva y te regresas al final del día. Vacaciones, vacaciones. Comer bien, descansar bien. Que los demás hagan las cosas por ti. Pero ¿quién hace algo por ti si no es con billete de frente? Ahí está el asunto. ¿Expectativas de poder sentarte en donde te cobran a siete cincuenta la copa? Expectativas de no remendar la ropa que te pasó tu amiga porque ella sí que puede ir al outlet ese en las afueras de la ciudad. Expectativas de qué, le preguntaba yo. CONTINUAR LEYENDO
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