martes, 17 de junio de 2025

"LA NOCHE INVISIBLE". Un cuento de Irene Vallejo

La lluvia del domingo tiene las uñas afiladas, deja sus arañazos de agua en la ventana. Mis ojos chocan, frente a frente, con una muralla de edificios, bloques de hormigón que, en la luz húmeda, me traen a la memoria fotografías antiguas de alguna dictadura soviética. Vistas encajonadas, una calle estrecha, fantasías de trinchera, el otoño anticipado. Este es mi paisaje.

Antes de emprender la huida, no podía imaginar la asfixia de tardes de domingo como esta, el malestar de ver caer la noche y la lluvia mientras rasga el silencio desde el piso de abajo el eco eufórico del Carrusel Deportivo.

Miro la pantalla del móvil. 19:27 horas. 28 de septiembre. Hace exactamente un mes que llegué a la ciudad, sin conocer a nadie. Hace treintaiún días, engañé a mis perseguidores y bajé del tren en una estación donde nadie me esperaba. Me refugié en este barrio alejado, de calles neutras y casi idénticas. Cuando me acosté en la cama de una pequeña pensión, en la madrugada desierta, respiré aliviado. Empezaba una nueva vida.

Enseguida desapareció ese primer espejismo de libertad. Voy y vuelvo del trabajo, engullo deprisa mi comida en bares donde los clientes miran hipnotizados la televisión o en pizzerías abarrotadas, camino por calles donde la gente pasa sin rozarme. No hablo con nadie, estoy agazapado, quieto como un insecto al que han arrancado las patas.

Debería alquilar otro piso. En estas habitaciones, la luz es turbia, triste. Las bombillas cuelgan desnudas del techo y crean sombras lúgubres.

Todo lo que sé sobre la huida lo he aprendido en las novelas negras que leía para entretenerme cuando mi vida todavía era normal. Me he concentrado en no cometer errores. Viajo sin equipaje para poder escapar más deprisa y para no dejar rastro. He dejado atrás cualquier cosa que pudiera ayudar a encontrarme y darme caza. Por supuesto, tarjetas, teléfonos y demás objetos delatores. Al llegar aquí compré un móvil libre y un ordenador de segunda mano. Quiero pasar desapercibido entre la multitud confusa de esta ciudad.

19:38 horas. Sentado en el sofá con el portátil en el regazo, navego para matar el tiempo. Tal vez porque soy un fugitivo y conozco la angustia de la persecución, Facebook me da escalofríos. Miro con incredulidad todas esas pistas que la gente entrega sobre sí misma, la información voluntaria con la que van saciando día a día, sin pausa, la sed de control de poderes ocultos.

Desde que lo comprendí todo, intento conocer los mecanismos del espionaje masivo. Antes del cambio y del peligro, yo era como todo el mundo: sabía que hay centinelas invisibles vigilándonos en todas partes, pero no pensaba en ellos. No quería ver las cámaras de seguridad que sigilosamente graban mis pasos. Tampoco reparaba en los ojos transparentes de las pantallas que nos traicionan desde las habitaciones de nuestras casas, en el corazón del hogar. No imaginaba que un día tendría que huir. Ahora que por fin siento el miedo, nunca bajo la guardia. Sé el peligro que acecha tras la ceguera de la gente feliz e indefensa.

Levanto la mirada. La lluvia oscura sigue acribillando los cristales. 20:20 horas. Busco en la red nuestras claves sobre el saqueo de nuestros secretos. CONTINUAR LEYENDO

lunes, 16 de junio de 2025

"EL OLOR DE LAS NUBES" (Poesía en la cárcel). Un poema de Ana Delgado seleccionado y comentado por Andrea Villarrubia Delgado

Hace unas semanas se presentó el último libro de poemas de Ana Delgado, con el significativo título de ‘Borrar el silencio’, referencia clara a la necesidad de remediar la injusticia de habérselo impuesto a tantas mujeres en nuestra sociedad, comenzando por su propia madre, a la que reivindica sobre todo como mujer. De la tercera parte del libro, la más extensa de todas, está extraído el poema que hoy comparto, titulado ‘El olor de las nubes’, que la poeta ha tenido la deferencia de dedicarme. Es inevitable, pero leo el poema con ojos y sentimientos distintos al resto de lectoras y lectores, pues habla de una experiencia compartida con ella durante años en el Centro Penitenciario de Albolote, en el módulo 10 de mujeres, donde el olor de la calle y el de las nubes se instalaba en el angosto espacio sin ventanas en el que nos reuníamos gracias a los libros y las conversaciones que propiciaban. (Andrea Villarrubia Delgado)

 EL OLOR DE LAS NUBES

La injusticia de la justicia.
Esas mujeres están allí,
yo podría ser una de ellas,
ellas podrían ser tú,
cualquiera.
Entraron porque un día tuvieron un error,
el mismo que tú podrías cometer.
No han matado ni robado un banco,
por lo general, solo delitos menores,
pequeñas faltas o grandes destinos,
quién puede saberlo.

Algunas quitaron para tener,
para tener un techo,
un plato, una lumbre,
otras traficaron para sobrevivir
a la pobreza o la desesperanza.
Sea como sea, todas han dejado fuera
hijos, madres, un hogar,
y descuentan los latidos de su añoranza
sin pausa ni sosiego.

Nosotras les llevamos versos
y ellas nos devuelven gratitud,
les leemos relatos
y nos regalan sonrisas,
quizás alguna lágrima.
Nosotras les quitamos mucha cárcel,
nos dicen,
y ellas nos ofrecen su historia, envuelta
en el olor de las nubes.

ANA DELGADO

domingo, 15 de junio de 2025

"EL BUEN LECTOR SE HACE, NO NACE. Reflexiones sobre lectura y formación de lectores". Un texto descargable de Felipe Garrido

ÍNDICE

Introducción
La libertad de elegir
Imaginación y enajenación
Dos lecciones 23 Fobias y contrafobias
En el XXII Congreso de la Unión internacional de editores
La lectura se contagia
Un programa para talleres de lectura
Cuestión de rigor
Arte, cultura y bienestar
El maestro y la lectura
Que todos sean lectores
La lectura como una ocupación inútil
Fuera del diccionario
Lenguas en conflicto
Sirena lectora
Una literatura es un país
Simulación y lectura
El futuro es hoy
Epílogo / Cómo aprendí a leer

DESCARGA EL TEXTO DESDE AQUÍ 


sábado, 14 de junio de 2025

"DESPERTAR". Un cuento de Ana García Bergua

Ana García Bergua

Cuando abrí los ojos, estaba caminando por una carretera y no sabía porqué estaba ahí. Hacía muchísimo frío, yo traía una camisola de lana demasiado grande, además de pantalones de mezclilla. Pensé que era un sueño y seguí caminando sin saber a dónde, buscando quitarme el frío. Me hurgué en los bolsillos; traía algunas monedas, ni celular ni nada. Los coches pasaban raudos, me pregunté si debía parar alguno, pero sentí miedo. Encontré un letrero por fin: caminaba por la carretera de Cuernavaca, en dirección opuesta a la ciudad de México. Tomé el camino de regreso hacia mi casa. Quizás en lo que llegaba me despertaría.

Caminé y caminé pensando que al día siguiente me dolerían mucho las piernas. Pasé la caseta, nadie se fijaba en mí. Encontré un teléfono público, marqué el número de casa. Una voz me contestó, una muchacha. Soy yo, le dije, no sé qué hago aquí, pero estoy en la salida a Cuernavaca. ¿Quién es?, me dijo. Nora, contesté. Me colgó diciendo que estaba equivocada. Metí más monedas, volví a marcar. ¿No está Juan? No está, respondió la misma voz, ¿quién lo busca? Nora, insistí, ¿quién eres tú? Sandra, respondió. Sandra, mi hija, tenía cinco años. ¿Cómo Sandra?, pregunté. Volvió a colgar. Me dio angustia pensar quién estaría con Sandra. Se me habían terminado las monedas, tenía las piernas entumecidas, me sentía muy sucia. No me despertaba, no me quedaba más remedio que caminar.

Vivía en la Villa Olímpica. El camino se me hizo una eternidad, pero llegué por fin a mi casa. Llamé por el interfón, me pidieron mi nombre. Nora, grité, soy Nora. Qué Nora, insistían. Pues yo, Nora. No me abrieron. Me, senté en la escalera, estaba agotada, empecé a llorar. Escuché que alguien bajaba corriendo del interior y abría la puerta. Era Juan. Estaba muy cambiado. Me miró con espanto y exclamó mi nombre. ¿Qué pasa?, le pregunté, no entiendo qué pasa. Hoy amanecí caminando por la carretera. Traté de abrazarme a él, pero pareció asustarse. Se echó hacia atrás. Me senté en el piso, me dolía todo el cuerpo. Me ayudó a levantarme. Subimos las escaleras, no llamó el elevador. Yo tenía miedo de que la niña me viera así.

¿Dónde está Sandra?, pregunté al entrar a casa. Una jovencita salió de su cuarto. Se nos quedó mirando a mí y a Juan, con curiosidad. Juan asintió, como si ella le hubiera preguntado algo y él respondiera. ¿Eres mi mamá?, preguntó al fin. Me di cuenta de que la casa estaba muy diferente. Juan se dejó caer en un sillón de la sala sin dejar de verme con incredulidad. Sandra hizo lo mismo. Sentí vergüenza de sentarme, como si fuera la casa de alguien más. Al parecer había pasado mucho tiempo. ¿De dónde vienes?, preguntó Sandra por fin. De la carretera, respondí, hoy abrí los ojos y estaba en la carretera.

Escuché el ruido de la puerta abriéndose. Una voz de mujer anunció que ya había llegado. Era joven, muy guapa. Venía vestida como de oficina, traía unas llaves de coche en la mano. Las dejó en la mesa y nos miró intrigada. Juan reaccionó como si se viera obligado a explicarle. Ella es Nora, le dijo. La mujer me miró con la misma incredulidad que los otros. Me dijo que ella era Andrea. Mi esposa, añadió Juan. Tuve mucho miedo. Me iba a levantar para verme en un espejo, pero preferí no hacerlo. Estaba temblando. Ayer yo vivía aquí y Sandrita tenía cinco años, alcancé a decir. Hoy abrí los ojos caminando en la carretera. Andrea y Juan se miraron. Alcanzaron a comunicarse algo. Andrea me dijo que me tranquilizara. No te preocupes, te prepararé un té. Me puso una mano en el hombro, un intento de contacto. Al parecer les daba asco. Pensé en pedirles permiso de bañarme en mi propio baño. Juan llamaba por teléfono a un doctor Balboa.

Sandra me estudiaba muy atenta. No se decidía a creer que yo era yo. Le pregunté qué había pasado, pero me contestó con aspereza. Eso quisiéramos saber nosotros, dijo. Andrea salió de la cocina, me dejó un té en una mesita, abrazó a Sandra. Sentí rabia de que me trataran así y no explicaran. Sandra me volvió a preguntar dónde había estado. Parecía desconfiar. Yo era muy chica, insistió. Te juro que no sé qué pasa, insistí a mi vez. Hoy abrí los ojos en la carretera. Juan seguía en el teléfono; decía “muy sucia”, “como ida”, “maltratada”, “vieja”. Decidí irme a dormir. Si era un sueño, quizá despertaría. Me levanté sin decirles nada. Hicieron como si me fueran a detener, pero se frenaron cuando me metí en la habitación. Me acosté en la cama, una cama muy distinta de la mía. Las piernas me dolían demasiado. Abrí los ojos por fin, despierta. En mi casa, en mi cama. Sentí un gran alivio. Juan ya se había levantado, sería tarde. Salí al comedor un poco mareada, eran como las diez; había dormido mucho. Estaba segura de que era domingo. Quería contarle a Juan lo que había soñado, me sentía cansada. Él estaba con la niña en el comedor, desayunando cereal. Parecían ajenos, jugaban con algo que venía en la caja, bromeaba. Qué crees que soñé, le dije a Juan, algo rarísimo. Los dos levantaron el rostro al mismo tiempo. En ese momento, reconocí las mismas miradas, la misma cómplice extrañeza. Sentí pavor. Me salí sin despedirme y eché a andar.

viernes, 13 de junio de 2025

"MI PADRE EL INMIGRANTE". Un poema de Vicente Gerbasi

Mi padre, Juan Bautista Gerbasi, cuya vida es el motivo de este poema, nació en una aldea viñatera de Italia, a orillas del Mar Tirreno, y murió en Canoabo, pequeño pueblo venezolano escondido en una agreste comarca del Estado Carabobo.

I

Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Atrás queda la tierra envuelta en sus vapores,
donde vive el almendro, el niño y el leopardo.
Atrás quedan los días, con lagos, nieves, renos,
con volcanes adustos, con selvas hechizadas
donde moran las sombras azules del espanto.
Atrás quedan las tumbas al pie de los cipreses,
solos en la tristeza de lejanas estrellas.
Atrás quedan las glorias como antorchas que apagan
ráfagas seculares.
Atrás quedan las puertas quejándose en el viento.
Atrás queda la angustia con espejos celestes.
Atrás el tiempo queda como drama en el hombre:
engendrador de vida, engendrador de muerte.
El tiempo que levanta y desgasta columnas,
y murmura en las olas milenarias del mar.
Atrás queda la luz bañando las montañas,
los parques de los niños y los blancos altares.
Pero también la noche con ciudades dolientes,
la noche cotidiana, la que no es noche aún,
sino descanso breve que tiembla en las luciérnagas
o pasa por las almas con golpes de agonía.
La noche que desciende de nuevo hacia la luz,
despertando las flores en valles taciturnos,
refrescando el regazo del agua en las montañas,
lanzando los caballos hacia azules riberas,
mientras la eternidad, entre luces de oro,
avanza silenciosa por prados siderales.

miércoles, 11 de junio de 2025

"POR UNA FRASE SE PIERDE UN GRAN AMOR". Irene Vallejo, El País 01 JUN 2025

FERNANDO VICENTE

Ensayar metáforas nuevas puede crear una nueva comprensión, y, en consecuencia, nuevos mundos

Quien lo probó lo sabe. Una simple palabra puede iluminar el día o herirlo, darte alas o hundirte. Algunas frases despectivas se clavan en el tejido de la memoria y el daño arde a pesar de los años. Un comentario agrio puede agrietar una amistad o helar el deseo que empezaba a nacer. Por eso la hostilidad roba tantos afectos y aciertos. Ya lo advertía el Libro de buen amor: “Por una frasecilla se pierde un gran amor, por pequeña pelea nace un fuerte rencor; el buen hablar siempre hace de lo bueno, mejor”.

Las personas, las generaciones, los países parecen aislarse, cada vez más solos y soliviantados. Las distancias se dilatan, y olvidamos cómo hablar el lenguaje de la cercanía, de la suavidad. El imaginario del combate se ha incrustado en nuestro pensamiento hasta teñir las situaciones cotidianas con colores bélicos. Imaginamos que todo obedece a una lógica guerrera. El amor es conquista. Sobrevivir implica batirse en la lucha por la vida. El éxito exige vencer a los adversarios, humillar cuenta como herramienta política. Incluso terrenos que solían ser pacíficos sufren rearmes constantes, como la batalla cultural. Toda discusión es una pelea que ganamos o perdemos. Confundimos error y derrota. Tiene más prestigio ser duros que flexibles, agresivos más que agradables. Entre los sentimientos, apelan al resentimiento; las actitudes se exasperan y las conversaciones derivan en apocalípticas riñas sin cariño.

[...] Solemos olvidar la importancia crucial de las metáforas. Las consideramos un recurso literario de poetas, un adorno. De hecho, la mayor parte de la gente cree que puede sobrevivir sin ellas. No somos conscientes de su presencia constante, del modo en que impregnan la vida cotidiana: no solo el lenguaje, también el pensamiento y la acción. Dan forma a las percepciones, a la mirada sobre el mundo, a nuestras actitudes y relaciones con las demás personas. “Palabra” procede del griego parabolé, que significa “comparación”. Cuando nuestros antepasados aprendían a hablar y aún no sabían cómo nombrar las cosas, buscaban parecidos, igual que hacen los niños. Por eso, en los términos de nuestro vocabulario habitual hay tantos símiles camuflados. “Rival” viene de “río”, porque en el mundo rural de los romanos antiguos el gran adversario era quien ocupaba la otra ribera de un arroyo. Este término tan corriente —nunca mejor dicho— evoca un paisaje a orillas del agua y relata una larga historia de sed, asentamientos y vecindades. Hablar, incluso en el día a día, es una actividad poética.

lunes, 9 de junio de 2025

"EL BISABUELO". Un cuento de José Eduardo Zúñiga

Durante varios días la lluvia azotó las calles y las fachadas, y en los cristales, con delicados dedos, llamó hasta que el joven conde se impacientó y tuvo necesidad de acercarse a los balcones y mirar el agua que caía y el lustroso empedrado por el que pasaba un coche o algún transeúnte apresurado.

En su gabinete estaba entregado a la lectura de los extensos anales de la nobleza que se apilaban en la mesa de trabajo. Se admiraba de los hechos cumplidos por sus antepasados, ya fueran heroicas hazañas en campos de batalla cubiertos de heridos y cañones desmontados, o hábiles intrigas en palacios donde se firmaban armisticios y bodas reales; sus ascendientes acompañaron a embajadores y a reyes en recepciones en salones iluminados por miles de bujías, o fiestas en las que se imponían condecoraciones o eran otorgados grandes honores.

El joven levantaba la mirada sorprendido de los caprichos que se pagaban con fortunas y los alardes de lujo y riqueza, y se creía testigo de tales pasadas magnificencias.
Se ponía de pie, se paseaba por la estancia y tomaba un sorbo de té frío. Había de ser como sus mayores, igualarse a los prohombres de su estirpe y cuando bajaba por la gran escalera contemplaba satisfecho los retratos de familia colgados en las paredes, aunque ensombrecida su pintura por el paso del tiempo.

Sólo le distraía la lluvia y su monótono insistir en balcones y ventanas. Le pareció una intromisión, igual que si el frío exterior invadiera las tranquilas estancias adornadas de pesados cortinajes, de antiguos muebles y relojes cuyas esferas blanqueaban en la penumbra de los salones. Era como una llamada de fuera, como si más allá de las paredes donde colgaban los retratos de sus ascendientes, alguien quisiera que él saliese y la lluvia fueran las palabras con que le llamase.

Y una tarde se decidió a salir. Le tranquilizaba atender aquella innominada solicitud y experimentar lo que era la lluvia de otoño.

En el portal, rechazó el coche que le proponían y abriendo el paraguas echó a andar despacio, respirando la brisa húmeda. Miraba los charcos y arroyuelos que corrían por las calles, oyó el gotear en los canalones y, al cruzar por delante de jardines, en el follaje, la lluvia golpeaba sus diminutos tambores.

Paseó mucho tiempo, caminó por los barrios elegantes y al anochecer se encontró en los arrabales, perdido en calles desconocidas, entre cendales de lluvia pertinaz.

A lo lejos vio unas luces que parpadeaban y oyó el sonido de una trompeta; fue hacia allí y se mezcló con un grupo que contemplaba la portada de un teatrillo ambulante de feria.

Los artistas les invitaban a entrar y ver el espectáculo; un payaso con una ancha vestimenta y el rostro pintado de albayalde, que a la vez que tocaba la trompeta, se contoneaba sobre la tarima. El agua que caía le había abierto surcos en la pintura de la cara pero él no parecía ocuparse sino de su instrumento. También estaba empapado el vestido de una amazona que saludaba con la fusta, moviendo sus rollizas piernas con botas de montar. A su lado bailoteaba y cantaba un gigantesco negro con turbante rojo y un largo caftán. Igualmente había una mujer con mallas color rosa y un domador que saltaba al ritmo de la aguda trompeta. Y todos canturreaban un cuplé conocido y hacían gestos al público, invitándole a pasar por la taquilla. Y todos goteaban por la lluvia y tenían una mueca de cansancio.

Vio entre los cómicos a un hombre uniformado que igualmente brincaba y sacudía las piernas. Podía ser un portero por la guerrera que llevaba, o un húsar antiguo, y cuando se fijó en aquella figura grotesca, observó que en el pecho lucía unas condecoraciones y el conde se sonrió despectivamente al ver en tal sitio aquel distintivo de nobleza. Pero al mirar su rostro enjuto, con mandíbula pronunciada y ojos hundidos, comprendió que debía de ser un viejo comediante que acababa su vida haciendo de comparsa en una ínfima barraca.

Pero su cara no le era desconocida; creyó haberla encontrado en algún sitio, fuera de allí, y con su escaso pelo no mojado de lluvia. Se fijó más en aquel rostro, hizo memoria y se extrañó por su parecido: era igual al de un antepasado cuyo retrato había contemplado desde niño en la pared del salón de las grandes recepciones.

Exactamente igual; y comprobó, con desagrado, que eran idénticas las condecoraciones que ambos ostentaban. Ahora éstas, según el viejo hacía piruetas, se bamboleaban colgando en una prenda sucia y remendada. Cantaba él también y por la boca abierta se veían las negras mellas de los dientes que le faltaban.

El joven sintió escalofríos y no apartaba su mirada asombrada de aquella máscara estrafalaria. Poco a poco la gente se fue yendo, la trompeta calló y los artistas desaparecieron. Sólo el disfrazado de noble seguía, bajo la lluvia, dando brincos pero ahora miraba al conde y ya en el borde de la tarima, le llamaba con la mano, le proponía subir junto a él y al hacer tal ademán aún más mísero y grotesco parecía.

El conde reconoció en él a su bisabuelo y se horrorizó al hallarlo bajo pobres luces parpadeantes, a la puerta de un teatrucho, decorado con papeles pintados, todo él empapado en una lluvia helada. Le conocía bien de tanto haber mirado y admirado su retrato; el que ganó batallas y dispuso de cuantiosas riquezas, parecía burlarse de su alcurnia encaramado en la entrada de una inmunda barraca de feria.

El viento sacudía el faldón de su casaca, por las mejillas el agua chorreaba; con un gesto plebeyo le animaba a entrar a un espectáculo de probables horrores. Y el conde, bajo el paraguas, intentaba comprender qué significaban aquellas pertinaces lluvias de otoño.

FIN

domingo, 8 de junio de 2025

"VALIUM 10". Un poema de Rosario Castellanos

A veces (y no trates
de restarle importancia
diciendo que no ocurre con frecuencia)
se te quiebra la vara con que mides,
se te extravía la brújula
y ya no entiendes nada.

El día se convierte en una sucesión
de hechos incoherentes, de funciones
que vas desempeñando por inercia y por hábito.

Y lo vives. Y dictas el oficio
a quienes corresponde. Y das la clase
lo mismo a los alumnos inscritos que al oyente.
Y en la noche redactas el texto que la imprenta
devorará mañana.
Y vigilas (oh, sólo por encima)
la marcha de la casa, la perfecta
coordinación de múltiples programas
—porque el hijo mayor ya viste de etiqueta
para ir de chambelán a un baile de quince años
y el menor quiere ser futbolista y el de en medio
tiene un póster del Che junto a su tocadiscos—.

Y repasas las cuentas del gasto y reflexionas,
junto a la cocinera, sobre el costo
de la vida y el ars magna combinatoria
del que surge el menú posible y cotidiano.

Y aún tienes voluntad para desmaquillarte
y ponerte la crema nutritiva y aún leer
algunas líneas antes de consumir la lámpara.

Y ya en la oscuridad, en el umbral del sueño,
echas de menos lo que se ha perdido:
el diamante de más precio, la carta
de marear, el libro
con cien preguntas básicas (y sus correspondientes
respuestas) para un diálogo
elemental siquiera con la Esfinge.

Y tienes la penosa sensación
de que en el crucigrama se deslizó una errata
que lo hace irresoluble.

Y deletreas el nombre del Caos. Y no puedes
dormir si no destapas
el frasco de pastillas y si no tragas una
en la que se condensa,
químicamente pura, la ordenación del mundo.

sábado, 7 de junio de 2025

"EL CEREBRO NO ESPERA, LA INFANCIA NO SE REPITE". En la sección de "Cartas al Director" del diario El País aparece ésta de Elías Arab López sobre la exposición a las pantallas de los niños.

“Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro”, escribió Ramón y Cajal. Hoy, más de un siglo después, esa escultura parece esculpida por pantallas luminosas. En mi consulta médica, veo con frecuencia a niños de cuatro, seis, ocho o incluso 16 años absortos frente a dispositivos. No hablan, no miran, no interactúan. Como psiquiatra infanto-juvenil con más de 20 años de experiencia, me inquieta profundamente esta nueva normalidad. El desarrollo cerebral necesita juego libre, naturaleza, vínculos afectivos y conversación. Si todo eso se reemplaza por estimulación digital plana y repetitiva, surge un fenómeno silencioso pero grave: el déficit de vida real. No se trata solo del tiempo frente a la pantalla, sino de lo que dejamos de ofrecer cuando lo digital lo invade todo. Como advirtió Byung-Chul Han, “el sujeto de rendimiento se explota a sí mismo creyendo que se está realizando”. Y muchos niños ya están atrapados en esa lógica. Nuestros hijos no necesitan más contenidos, sino más presencia. El cerebro no espera. Y la infancia no se repite.

Elias Arab López. Santiago de Chile

viernes, 6 de junio de 2025

"LA TORMENTA HINDÚ". Un cuento de Ana García Bregua

Una tarde de tormenta eléctrica, Adán Gómez llega a su casa con un ejemplar del libro Veinte posturas excitantes para hacer el amor y le propone a su esposa Rebeca practicar algunas. Qué cosas tienes Adán, le responde su mujer. Adán insiste. A estas alturas, dice —ambos rebasan los ochenta años—, no tenemos nada más que hacer. Empiezan esa tarde, después de la merienda, con la posición que en el libro se llama “Las Ramas en el Agua”. Les sale bastante bien, pensando que hace mucho no intentan nada parecido. Adán colecciona timbres y es un hombre ordenado; no compró el clásico Kamasutra porque le pareció confuso, pero aquí las posturas vienen por orden de dificultad y numeradas.

A pesar de haber quedado un poco desganados, Adán insiste en practicar la número dos, que en el libro se llama “El Caracol” y tiene la ventaja de ser lenta. Toma Viagra. Todo sale bien, pero Rebeca se luxa un codo y tiene que vendárselo. Los vecinos preguntan qué le pasó. Estaba cocinando y me lastimé, responde, conteniendo una sonrisita. A las dos semanas, cuando practican la postura un poco más complicada de “El Ciervo”, Adán se tuerce la rodilla. Te dije que usáramos cojines, insiste Rebeca. Otro vendaje, además de la cojera y el bastón que tenía arrumbado en el armario, pero sobre todo los vecinos.

Don Adán, ¿qué andaba haciendo? Me tropecé saliendo de la bañera. Y tiene que aguantar los consejos sobre alfombras de hule, tubos para detenerse y sillas especiales. No es que se muera por disimular, pero no les va a contar cosas tan íntimas a los vecinos. Para practicar “El Cangrejo Boca Arriba”, Adán y Rebeca adquieren unas rodilleras y coderas especiales, por si acaso. Esta precaución es todo un éxito y quedan muy satisfechos. Gracias a ella continúan inermes con “La Langosta” y “El Elefante”, que resultan especialmente difíciles, pero se descuidan a la hora de “El Dragón”, la cual, para más facilidad, ejecutan en la sala. Es una desgracia: Rebeca se tuerce el cuello y Adán se esguinza un tobillo. De camino al hospital, Adán le dice: en cuanto salgamos de ésta, nos seguimos con “El León en Pleno Salto” y Rebeca responde, sin volver la cabeza: qué cosas tienes.

De regreso, los vecinos les sugieren traer a una cuidadora, además de los consabidos tubos, tapetes contra los resbalones y pañales para no tener que correr al baño. Uno de ellos —el amargado del 104— llama a los hijos y les cuenta de codos, muñecas y tobillos lastimados. Los hijos, que vienen una vez por mes, corren a pelearse frente a ellos, por ver quién los cuida o a dónde los llevan. ¿Cómo fue lo del tobillo, papá?, preguntan. Y él contesta: bajando las escaleras. Pero Rebeca dice: patinó en la cocina. Su cuello torcido tiene también explicaciones contradictorias, de modo que los hijos creen, además, que sufren de lagunas de memoria. Ellos sólo quieren que se vayan para practicar “El Cisne Encantado”, les dicen que sí a todo y que regresen después. Pero los hijos hacen un cónclave en un café cercano: uno de ellos se quedará a cuidarlos hasta que consigan una enfermera profesional. Cuando se regresa, casi los descubre. Adán por poco y se mata por correr a la puerta. Es el hijo más pequeño, el más irresponsable. Le insisten en que se vaya, pero él trae el mandato de sus hermanos. Vete por unas cervezas, le dice Adán, para que festejemos que estarás con nosotros. El hijo va por las cervezas y tarda mucho en regresar, dado su carácter. Rebeca y Adán se preguntan cómo harán ahora. Si traen una enfermera, comenta Adán, quizá nos pueda ayudar con “La Pirámide”. Eso ya está un poco pasado de color, Adán, dice Rebeca.

Deciden entonces escapar de noche al parque cercano. Nadie detendrá a una pareja de ancianos que se interne en los jardines. Ahí, a solas, practicarán las posturas faltantes. Y después regresarán a casa. Sellan la decisión con un beso tembloroso. Se llevan unas colchonetas. Cuando encuentran un sitio adecuado, realizan “La Tormenta Hindú” con gran habilidad, a pesar de algunos raspones. Pero unos policías acuden a rescatarlos, convencidos de que los han atacado. No se debe pasear de noche, abuelitos, les dicen. Tras ser avisados, los hijos deciden que ambos irán al asilo. Adán está muy deprimido. Rebeca piensa que no está mal. Si nos dan un solo cuarto, ahí podremos practicar “El Templo Azteca” y “El Cometa”, le dice, mientras ven la televisión con la nieta mayor que se ha quedado a cuidarlos. El hijo que fue por las cervezas no ha regresado.

FIN

jueves, 5 de junio de 2025

"SI HE DE TOMAR PARTIDO". Un poema de Cristina Lacasa seleccionado y comentado por Andrea Villarrubia Delgado

En el año 2006 la poeta Angelina Gatell publicó ‘Mujer que soy. La voz femenina en la poesía social y testimonial de los años cincuenta’, una antología poética que trataba de enmendar el desequilibrio entre poetas hombres y mujeres a la hora de referirse a la poesía social de aquellos años. Parecía que hasta entonces solo se tenían en cuenta las voces masculinas. La antología, precedida de un esclarecedor prólogo, rescató nombres de mujeres que también habían escrito poesía en ese tiempo pero habían permanecido postergadas. Una de esas voces olvidadas es la de Cristina Lacasa, de la que comparto en este primer domingo de junio el poema ‘Si he de tomar partido’, muy significativo si se tiene en cuenta el momento histórico en que fue publicado, pero que leído ahora sigue teniendo sentido y vigencia. (Andrea Villarrubia Delgado)

SI HE DE TOMAR PARTIDO

Si he de señalar algo
señalo el día;
me acojo a su estallido
de luz, me desabrocho
todas las sombras de que fui investida;
todas las convenciones, las raíces
que uncieron a la rueca
mi más secreto rayo.

Lanzo mi no a lo oscuro, a la bandera
agrupadora de desesperanzas,
salpicada de sangre
de todos los soldados inocentes,
empapada de llanto y de bocas hambrientas;
mi no hacia toda bota
brutal; mi no a la inercia;
ahí van mis noes
hacia el muro, la bomba, los cerrojos,
el miedo y la injusticia;
mi no y mi no
abrupto, terco, cónico;
mi no-saeta; y suelto
un torrente de síes que me llevan
no barca a la deriva, sino remo insalvable
a rescatar orillas y canciones
olvidadas, semillas o sonrisas
de dicha o de esperanza;
estoy comprometida hasta los huesos
con aquel niño que no tiene escuela,
con la mirada blanca de aquel negro;
con cien, con mil, con todos los andamios;
con las luciérnagas que laten en el fondo de las minas
(hombres-chispa-carbón, sudor heroico);
con la música ronca
de la mano-herramienta,
sea red de la mar, sea taladro,
máquina de escribir o microscopio;
con el perro perdido,
el pájaro o la hierba
que alguien derriba y pisa con desprecio.

Si he de señalar algo,
será la libertad, el pan, el día.
Si he de tomar partido,
lo tomo, sí, lo tomo
ya para siempre y de una vez por todas
hacia los indefensos.

 CRISTINA LACASA

miércoles, 4 de junio de 2025

"TRES HURRAS POR LOS CLUBES DE LECTURA". Emilio Lara. zendalibros.com 01 Jun 2025

Mujeres tenían que ser. En los EEUU de finales del siglo XIX, cuando las sufragistas se movilizaban para reivindicar el voto femenino, surge el primer club de lectura tal y como hoy lo entendemos. No es de extrañar. Aquellas mujeres de clase media exigían votar, daban mítines, organizaban manifestaciones, escribían artículos en los periódicos, pronunciaban conferencias en las instituciones que les franqueaban el paso y, en suma, hacían ruido para despertar conciencias aletargadas o dopadas con prejuicios. Querían subirse al ferrocarril de la modernidad. Es lógico que, ávidas de reivindicarse a sí mismas, anticipasen el futuro e inventasen algo que no se les había ocurrido a los varones: leer conjuntamente un mismo libro y reunirse para hablar de él. La idea no era simple, sino sencilla. Y democrática.

La fuerte tradición asamblearia de las pequeñas comunidades estadounidenses, de congregarse los vecinos para debatir y votar sobre variopintos asuntos en los salones parroquiales, en los salones de actos de los centros de enseñanza o en las dependencias municipales fue el líquido amniótico para la gestación de los clubes de lectura, donde las personas demostraban en público su amor por la literatura a través de la puesta en común de sus opiniones. Todo el mundo, con independencia de sus creencias ideológicas o religiosas, de su condición social, de su estado civil o de su nivel formativo, tenía derecho a ingresar en estas fraternidades lectoras donde sólo se exigía el pasaporte de letraherido. Pero lo normal es que las solicitudes vienen avaladas por un entusiasmo de letraheridas.

El arraigo democrático en la sociedad estadounidense, unos niveles de vida que le sacaban varias cabezas al resto de países, el ser vanguardia en la conquista de derechos de las mujeres y el que éstas se mostrasen desinhibidas en muchas esferas explican el exitazo sostenido de los clubes de lectura, para estupor de sociólogos empastillados de materialismo histórico.

Echaron a andar con esa pasmosa naturalidad y sentido de la igualdad que caracterizaba, por ejemplo, a Alcohólicos Anónimos desde 1935, donde un grupo reducido de personas enganchadas al alcohol se reunían sentadas en círculo, se presentaban escuetamente y contaban sus experiencias, sus caídas en el infierno de la botella y su redención, y ello con el objetivo de que esa expiación pública entre sus iguales no generase reprobación, sino una comprensión encaminada a la rehabilitación. Pues algo similar hacían desde su fundación los clubes lectores: juntarse sus componentes ávidos de literatura para, con entera libertad, hablar acerca de un libro con el múltiple propósito de dar opiniones personales sin avergonzarse por ello, empatizar con los demás, exteriorizar sus respectivas emociones provocadas por la letra impresa y socializarse. En estos clubes no había opiniones más válidas que otras, y la pertenencia a ellos no buscaba un visado de estatus, sino la satisfacción íntima y una camaradería emocional.

Además, después de la apasionante lectura del ensayo de ciencia literaturizada El puente donde habitan las mariposas, de Nazareth Castellanos, estoy convencido que en esos clubes se produce la sincronización de cerebros y la sintonización de corazones de los asistentes, que cada sesión constituye —sin proponérselo— una terapia que dispara la autoestima, facilita la introspección y administra un chute de dopamina. Por eso todo quisque está deseoso de que llegue la siguiente quedada.

Sin embargo, su composición mayoritaria es femenina. ¿Por qué? Los índices de lectura globales indican que las mujeres leen más que los hombres, sobre todo ficción, de manera que en estos clubes la presencia de hombres es minoritaria, casi marginal. Creo que la explicación reside en la inteligencia emocional de las mujeres, cuya conectividad entre la razón y las emociones dispone de un cableado muy preciso. En este aspecto ellas funcionan con fibra óptica y nosotros con dinamo.

El primer club de lectura fundado en España no fue en las cosmopolitas ciudades de Madrid o Barcelona, sino en Guadalajara, y hubo que esperar a la década de 1980, la de la efervescencia cultural. En esos años, los ochenta, donde pasé de la infancia a la juventud, la censura franquista ya era hemeroteca y aún no existía la censura woke. Éramos felices a sabiendas.

Hay clubes que van por libre y otros que cuentan con respaldo institucional o el apoyo de la obra social de una caja de ahorros. La novela es el género preferido y lo mismo tienen cabida best sellers que libros de circuito local, novedades que clásicos, autores populares que desconocidos. Hay de todo, como una botica que dispensase palabras escritas sin necesidad de receta. Esa irreductible libertad que los caracteriza los hizo sospechosos al principio por estos lares, donde el exclusivo ecosistema que decidía qué escritores pasaban a formar parte del canon cultureta y cuáles quedaban extramuros, desconfiaba de unos reductos autónomos —como la aldea gala de Astérix— guiados por el criterio propio y el puro placer lector, donde lo mismo les daba por escoger a Terenci Moix o a Stephen King que a Eduardo Mendoza o a García Márquez. Eran mujeres ingobernables y autosuficientes que, finalmente, se salieron con la suya hasta erigir sus clubes en silentes prescriptores literarios. No hacen ruido mediático, pero animan el cotarro que da gusto.

Han supuesto la entrada en acción de un nuevo actor en la industria editorial al hacer sus pedidos a las librerías, ayudar a propulsar el éxito de un libro determinado y soler llevar a los escritores a hablar de sus obras una vez que éstas han sido leídas por el grupo. Son como agua de mayo para el campo literario.

En la intensidad en blanco y negro de Doce hombres sin piedad, además de asistir al progresivo despliegue de bonhomía, carisma sin alharacas y razonamiento lógico de Henry Fonda, contemplamos la actitud berroqueña y hostil de gran parte del jurado que, reunido en torno a una mesa, debe decidir sobre la inocencia o culpabilidad de un acusado por homicidio. Desde luego, los escritores invitados a un club para escuchar opiniones sobre su libro no se sientan en el banquillo de los acusados para ser juzgados por implacables lectores, sino para escuchar, por lo general, gratas y razonadas opiniones que muchas veces sirven para conocer de primera mano no sólo qué aspectos funcionan en un libro, sino qué polifónicas resultan dichas opiniones, pues muchas veces resaltan cosas distintas. Cada libro encierra un microcosmos de interpretaciones.

He sido invitado por clubes de ciegos y de videntes. En los primeros, las letras entran por las yemas de los dedos, por lentes especiales o por el oído, y es sorprendente su capacidad para ver el mundo y las personas a través de los otros sentidos, dada su proclividad hacia la escritura sensorial. Y tanto en unos como en otros, he aprendido a escuchar críticas a corazón abierto que expresan lo que más les gusta y también si algo les chirría. Nunca he detectado peloteo, consejos para enmendar lo escrito ni discursos impostados. Y encima todo transcurre en un ambiente de celebración lectora, de conmemoración del Día del Libro en cualquier fecha.

En EEUU existen clubes con cierta solera acaudillados por actrices y celebridades televisivas, y no hay que ponerse estupendo y criticar la iniciativa, sino decir que me parece estupendo. Es indudable que las mujeres famosas que los apadrinan y dirigen imponen sus gustos literarios y lanzan al estrellato no pocos de los libros recomendados. ¿Y qué? Como si eso conculcase algún tipo penal.

Mi mujer pertenece desde comienzos de año a un club de lectura. Se reúnen mensualmente. Su dieta es omnívora, por lo que unas sopas de letras le resultan a ella más apetitosas que otras. Ha descubierto a Thomas Mann con La muerte en Venecia y a Han Kang con La vegetariana. Al premio nobel alemán lo leí un largo verano, a los veinte años de edad. Y de la para mí desconocida premio nobel coreana —del sur, claro, produce hasta sonrojo recordarlo—, me hablaba María José con tan misterioso entusiasmo que me zampé la novela en un pispás y quedé conmocionado por su estilo sobrio, su inteligente estructura narrativa y el desarrollo de una trama esdrújula: potentísima y originalísima.

Entre los rituales festivos que me gustan figuran el de romper con estrépito copas de cristal tras formular un brindis y el de la botadura de un barco, cuando la madrina lanza una botella de champán contra el casco del buque. Tampoco está nada mal el estruendoso ¡hip, hip, hurra! Así que lancemos tres hurras por los clubes de lectura para desearles larga vida.

lunes, 2 de junio de 2025

"LOS COLONIZADORES". Un cuento de Ray Bradbury

Los hombres de la Tierra llegaron a Marte. Llegaron porque tenían miedo o porque no lo tenían, porque eran felices o desdichados, porque se sentían como los Peregrinos, o porque no se sentían como los Peregrinos. Cada uno de ellos tenía una razón diferente. Dejaban mujeres odiosas, trabajos odiosos o ciudades odiosas; venían para encontrar algo, dejar algo o conseguir algo; para desenterrar algo, enterrar algo o abandonar algo. Venían con sueños ridículos, con sueños nobles o sin sueños. El dedo del gobierno indicaba desde carteles de cuatro colores, en innumerables ciudades: Hay trabajo para usted en el cielo. ¡Visite Marte! Y los hombres se lanzaban al espacio. Al principio solo unos pocos, unas docenas, porque casi todos se sentían enfermos aun antes de que el cohete dejará la Tierra. Enfermaban de soledad, porque cuando uno ve que su casa se reduce al tamaño de un puño, de una nube, de una cabeza de alfiler, y luego desaparece detrás de una estela de fuego, uno siente que no ha nacido nunca, que no hay ciudades, que no está en ninguna parte, y solo hay espacio alrededor, sin nada familiar, solo hombres extraños. Y cuando los estados de Illinois, Iowa, Missouri o Montana desaparecen en un mar de nubes y, más aún, cuando los Estados Unidos son solo una isla envuelta en nieblas y todo el planeta parece una pelota embarrada lanzada a lo lejos, entonces uno se siente verdaderamente solo, errando por las llanuras del espacio, en busca de un mundo que es imposible imaginar.

No era raro, por lo tanto, que los primeros emigrantes fueran pocos. Su número creció constantemente hasta superar a los hombres que ya se encontraban en Marte. Los números eran alentadores. Pero los primeros solitarios no tuvieron ese consuelo.

FIN

domingo, 1 de junio de 2025

"OTRA VEZ CON SENTIMIENTO". Un poema de Luis Cernuda

Ya no creí que más invocaría
de tu amistad antigua la memoria,
que de ti se adueñó toda una tribu
extraña para mí y para ti no menos
extraña acaso.
Mas uno de esa tribu,
profesor y, según pretenden él y otros
de por allá (cuánto ha caído nuestra tierra),
poeta, te ha llamado «mi príncipe».
y me pregunto qué hiciste tú para que ése
pueda considerarte como príncipe suyo.
¿Vaciedad académica? La vaciedad común resulta
en sus escritos. Mas su rapto retórico
no aclara a nuestro entendimiento
lo secreto en tu obra, aunque también le llamen
crítico de la poesía nuestra contemporánea.
La apropiación de ti, que nada suyo
fuiste o quisiste ser mientras vivías,
es lo que ahí despierta mi extrañeza.
¿Príncipe tú de un sapo? ¿No les basta
a tus compatriotas haberte asesinado?
Ahora la estupidez sucede al crimen.

(En: Desolación de la Quimera)

Nota: “Ahora la estupidez sucede al crimen”, dice un verso terrible de Luis Cernuda, en un poema en el que acusa a un poeta vinculado a los vencedores de la guerra civil, Dámaso Alonso, de querer apropiarse la memoria de Federico García Lorca. (Antonio Muñoz Molina, El País 24/05/2025)