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jueves, 21 de julio de 2022

"LOS CLÁSICOS INFANTILES, ESOS INADAPTADOS DE SIEMPRE. ALGUNAS CUESTIONES SOBRE LA ADAPTACIÓN EN LA LITERATURA INFANTIL". Por Marcela Carranza

Podríamos definir a los clásicos infantiles como aquellos textos de los que todo el mundo tiene noticias, pero que casi nadie ha leído.

Si a un grupo de personas adultas de diversas edades se les pregunta si conocen al Pinocho, posiblemente dirán que sí; podrán incluso afirmar que la trama versa acerca de un muñeco que miente y que debido a eso le crece la nariz, un muñeco que luego de toda clase de aventuras, hacia el final del relato, es transformado por un hada en un niño de verdad. Ante la pregunta de si han leído el libro, la respuesta de la mayoría volverá a ser afirmativa, dirán que lo han leído de niños, o bien de adultos a sus hijos o alumnos. Si se les interroga sobre la extensión del libro que leyeron, posiblemente las personas entrevistadas hablarán de unas pocas páginas, y quizá algunos dirán que se trata de una novela de más de treinta capítulos. Pero este último grupo, será el de una minoría.

Puede que muchas de estas personas manifiesten su decepción al descubrir que lo que ellos habían tomado por Pinocho, un pequeño libro de una docena de páginas, no era sino una de las muchas adaptaciones que serruchan, podan y encastran fragmentos, hasta obtener esas malas copias que poco o nada tienen que ver con el texto original. CONTINUAR LEYENDO

viernes, 25 de noviembre de 2016

Clásicos infantiles: aproximaciones. Un artículo de Ana Garralón en Revistababar.

En el momento en el que trataba de acercarme a una definición razonable de “clásico infantil” para poder abordar la no menos compleja definición del “clásico infantil contemporáneo”, saltó a la prensa una noticia que ocupó varios días y varias secciones de cultura de diferentes periódicos del mundo: el señor Harold Bloom, más conocido por su afición a establecer cánones, había decidido establecer uno dedicado a lecturas infantiles.

Como si Bloom volviera de un viaje fantástico por el más allá -justo acababan de operarle a corazón abierto- arremetía de nuevo contra la saga de libros de Harry Potter acusándolos de “mala literatura, sin imaginación y repleta de clichés”. Estas declaraciones no me sorprendieron: nada más comenzar el boom de la pottermanía, Bloom se colgó su etiqueta de anti-potter y comenzó su campaña. Cuando se quedó sin argumentos ante padres que le decían que sus hijos, al menos, leían algo, echó mano de Stephen King, quien había escrito una reseña en The New York Times explicando con toda seriedad que los chicos que leían a Harry Potter a los 9 o 10 años, en la adolescencia iban a leer a Stephen King. Esto le agradó mucho a Bloom quien dijo: “¡Está exactamente en lo cierto, no es que vayan a pasar a Cervantes o a Shakespeare!”

En fin: si bien no soy muy favorable a cruzadas de ningún tipo -entretanto el Papa autorizó la lectura de Harry Potter como libro que respeta los valores católicos frente a esas prohibiciones de fundamentalistas que lo acusaban de incitadores a la magia negra- las palabras de Bloom invitaban a una cierta reflexión y, sobre todo, prometían una luz en mi búsqueda de definiciones, encerrada como me sentía en un cuarto sin ventanas. Pronto me entró la duda: ¿estaba hablando Bloom de clásicos? Más bien establecía un canon, algo así como las lecturas básicas para un lector donde se citaban autores sin grandes sorpresas: Stevenson, Chesterton, Shakespeare, Chejov, Lewis Carroll, Kipling, Mark Twain. Eso que él mismo dijo con cierta pretensión: “Son los libros que habría elegido Borges para chicos”. Y, con su selección, de alguna manera, estaba revisando qué significa leer hoy en día y criticando lo que ahora editoriales y mediadores llaman (llamamos) libros “para niños”. Ál mismo lo expresó así: “no acepto la categoría de literatura para niños, que hace un siglo tenía alguna utilidad, pero que ahora es más bien una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria”. Bloom, como otros investigadores, había establecido una selección de lecturas, pero sin adentrarse en definiciones, sin dar luces a los que, como yo en ese momento, estábamos deseando tenerlas a mano. CONTINUAR LEYENDO

jueves, 8 de septiembre de 2016

Alison Lurie. No se lo cuentes a los mayores (fragmento).

"En nuestro mundo hay una tribu semisalvaje muy especial, muy antigua y ampliamente extendida, a la que antropólogos e historiadores sólo han comenzado a prestar atención recientemente. Todos nosotros hemos pertenecido a esta tribu; hemos conocido sus costumbres, sus hábitos y sus ritos, su folklore y sus textos sagrados. Me estoy refiriendo a los niños. Sin embargo, estos textos sagrados de la infancia no siempre son los que recomiendan los mayores, según descubrí muy pronto.

En cuanto comencé a ir a las librerías me di cuenta de que existían dos tipos de libros en las estanterías de los más pequeños. En el primer grupo, que era el más importante, me encontraba con lo que los adultos habían decidido que yo debía saber o conocer sobre el mundo que me rodeaba. Muchos de esos libros tenían un contenido práctico; querían hacerme saber cómo funcionaba un automóvil, o quién era George Washington. Con ello, y no por casualidad, pretendían que admirara tanto a los automóviles como al padre de la patria (en esa época no se hablaba mucho de las madres de la patria). Junto a esos libros había muchos otros que nos permitían albergar esperanzas de aprender modales y moralejas, o ambas cosas a la vez. Estos no llevaban en sus lomos ningún número decimal de Dewey y las lecciones que enseñaban venían disfrazadas de cuentos. Eran historias de niños o conejitos o pequeñas máquinas que se encontraban con dificultades o fallos que los conducían a situaciones o encrucijadas complejas, a veces cómicas y otras serias. Pero al final siempre eran salvados por alguna persona, conejo o ingenio mecánico serviciales, más sabios y de más edad o antigüedad.

Los protagonistas de estos libros por tanto, aprendían a depender de la autoridad establecida para recibir consejos y ayuda. También a ser trabajadores, responsables y prácticos: a seguir el camino que les estaba destinado y a contentarse con su propio estilo de vida. Dicho de otra forma, aprendían a parecerse más a adultos respetables. Se trataba del mismo tipo de mensaje que tanto mis amigos como yo oíamos todos los días: Siéntate bien, niño. No te internes mucho en el bosque. Dale las gracias a la tía Etta. Vamos, deja de soñar despierto y haz los deberes. Cariño, por favor, no debes inventarte cosas. Pero yo descubrí que existía otra clase de literatura infantil.

Algunos de estos libros, como Tom Sawyer, Mujercitas, Peter Pan y Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas se encontraban en las estanterías de cualquier biblioteca; otros, como El Mago de Oz o las series de Nancy Drew, había que comprarlos en las librerías o pedírselos prestados a los amigos. Y estos eran los libros sagrados para los niños: los de esos autores que nunca habían olvidado lo que era ser un niño. Leerlos era experimentar la emoción del reconocimiento, sentir un torrente de energía liberadora. Estos libros, y otros como ellos, recomendados e inclusive famosos, nos transportan a la ensoñación, nos llevan a la desobediencia, a contestar, a escaparnos de casa y a guardar nuestros sentimientos más íntimos, ocultándolos a los mayores que no nos comprenden. Ponen del revés todos los valores de los adultos, burlándose de sus instituciones, como la familia y la escuela. En pocas palabras, podemos decir que son subversivos, al igual que las rimas, burlas y juegos que yo he aprendido en los patios de recreo."

jueves, 3 de diciembre de 2015

Clásicos infantiles: arquetipos. Un artículo de Ana Garralón

Creo que hay una idea popular clara de lo que es un clásico, y si saliéramos ahora a la calle y preguntáramos a cualquier persona, obtendríamos de todos y cada uno de ellos una respuesta correcta. Es más, les invito a que reflexionen durante unos segundos qué idea tienen ustedes de lo que es un clásico. Tendríamos un consenso de obras y autores como: Winnie el Puff, Pippi Calzaslargas, Alicia en el país de las maravillas, Tom Sawyer, el Doctor Dolittle, La cabaña del tío Tom, La isla del Tesoro, las novelas de Julio Verne, Heidi, el Pato Donald, Tom Sawyer, los cuentos de Andersen, Grimm y Perrault, Mujercitas, El Mago de Oz, Pinocho, El viento en los sauces, El libro de la Selva, El señor de los anillos, y algunos pocos más. No importa de dónde sale la referencia: algunos los habrán leído en su infancia, se los habrán leído a sus hijos o nietos, otros citarán porque les suena el título o el autor, otros conocen los personajes por los medios de comunicación. En muchos casos, se citarán autores y libros porque sus figuras y personajes han ido más allá de sus representaciones literarias y han llegado hasta nosotros mezcladas con nuestras ideas sobre la infancia y la necesidad de crecer, incluso con nuestras vivencias infantiles. No importa si, ahora, Peter Pan está encarnado en el cantante Michael Jackson -quien, por cierto, llama a su casa el País de Nunca Jamás- o que el arquetipo del Robinson lo veamos en la televisión convertido en una aventura contemporánea de lucha y poder.
En todos los casos estas historias han pasado por generaciones y han permitido crear arquetipos que tienen vida propia, por varias razones: CONTINUAR LEYENDO
Fuente: Revista Babar

martes, 1 de diciembre de 2015

Clásicos infantiles: aproximaciones. Ana Garralón (Clásicos contemporáneos para niños. Algunas elucubraciones)

En el momento en el que trataba de acercarme a una definición razonable de “clásico infantil” para poder abordar la no menos compleja definición del “clásico infantil contemporáneo”, saltó a la prensa una noticia que ocupó varios días y varias secciones de cultura de diferentes periódicos del mundo: el señor Harold Bloom, más conocido por su afición a establecer cánones, había decidido establecer uno dedicado a lecturas infantiles.

Como si Bloom volviera de un viaje fantástico por el más allá -justo acababan de operarle a corazón abierto- arremetía de nuevo contra la saga de libros de Harry Potter acusándolos de “mala literatura, sin imaginación y repleta de clichés”. Estas declaraciones no me sorprendieron: nada más comenzar el boom de la pottermanía, Bloom se colgó su etiqueta de anti-potter y comenzó su campaña. Cuando se quedó sin argumentos ante padres que le decían que sus hijos, al menos, leían algo, echó mano de Stephen King, quien había escrito una reseña en The New York Times explicando con toda seriedad que los chicos que leían a Harry Potter a los 9 o 10 años, en la adolescencia iban a leer a Stephen King. Esto le agradó mucho a Bloom quien dijo: “¡Está exactamente en lo cierto, no es que vayan a pasar a Cervantes o a Shakespeare!”

En fin: si bien no soy muy favorable a cruzadas de ningún tipo -entretanto el Papa autorizó la lectura de Harry Potter como libro que respeta los valores católicos frente a esas prohibiciones de fundamentalistas que lo acusaban de incitadores a la magia negra- las palabras de Bloom invitaban a una cierta reflexión y, sobre todo, prometían una luz en mi búsqueda de definiciones, encerrada como me sentía en un cuarto sin ventanas. Pronto me entró la duda: ¿estaba hablando Bloom de clásicos? Más bien establecía un canon, algo así como las lecturas básicas para un lector donde se citaban autores sin grandes sorpresas: Stevenson, Chesterton, Shakespeare, Chejov, Lewis Carroll, Kipling, Mark Twain. Eso que él mismo dijo con cierta pretensión: “Son los libros que habría elegido Borges para chicos”. Y, con su selección, de alguna manera, estaba revisando qué significa leer hoy en día y criticando lo que ahora editoriales y mediadores llaman (llamamos) libros “para niños”. Ál mismo lo expresó así: “no acepto la categoría de literatura para niños, que hace un siglo tenía alguna utilidad, pero que ahora es más bien una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria”. Bloom, como otros investigadores, había establecido una selección de lecturas, pero sin adentrarse en definiciones, sin dar luces a los que, como yo en ese momento, estábamos deseando tenerlas a mano. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: revistababar