En el momento en el que trataba de acercarme a una definición razonable de “clásico infantil” para poder abordar la no menos compleja definición del “clásico infantil contemporáneo”, saltó a la prensa una noticia que ocupó varios días y varias secciones de cultura de diferentes periódicos del mundo: el señor Harold Bloom, más conocido por su afición a establecer cánones, había decidido establecer uno dedicado a lecturas infantiles.
Como si Bloom volviera de un viaje fantástico por el más allá -justo acababan de operarle a corazón abierto- arremetía de nuevo contra la saga de libros de Harry Potter acusándolos de “mala literatura, sin imaginación y repleta de clichés”. Estas declaraciones no me sorprendieron: nada más comenzar el boom de la pottermanía, Bloom se colgó su etiqueta de anti-potter y comenzó su campaña. Cuando se quedó sin argumentos ante padres que le decían que sus hijos, al menos, leían algo, echó mano de Stephen King, quien había escrito una reseña en The New York Times explicando con toda seriedad que los chicos que leían a Harry Potter a los 9 o 10 años, en la adolescencia iban a leer a Stephen King. Esto le agradó mucho a Bloom quien dijo: “¡Está exactamente en lo cierto, no es que vayan a pasar a Cervantes o a Shakespeare!”
En fin: si bien no soy muy favorable a cruzadas de ningún tipo -entretanto el Papa autorizó la lectura de Harry Potter como libro que respeta los valores católicos frente a esas prohibiciones de fundamentalistas que lo acusaban de incitadores a la magia negra- las palabras de Bloom invitaban a una cierta reflexión y, sobre todo, prometían una luz en mi búsqueda de definiciones, encerrada como me sentía en un cuarto sin ventanas. Pronto me entró la duda: ¿estaba hablando Bloom de clásicos? Más bien establecía un canon, algo así como las lecturas básicas para un lector donde se citaban autores sin grandes sorpresas: Stevenson, Chesterton, Shakespeare, Chejov, Lewis Carroll, Kipling, Mark Twain. Eso que él mismo dijo con cierta pretensión: “Son los libros que habría elegido Borges para chicos”. Y, con su selección, de alguna manera, estaba revisando qué significa leer hoy en día y criticando lo que ahora editoriales y mediadores llaman (llamamos) libros “para niños”. Ál mismo lo expresó así: “no acepto la categoría de literatura para niños, que hace un siglo tenía alguna utilidad, pero que ahora es más bien una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria”. Bloom, como otros investigadores, había establecido una selección de lecturas, pero sin adentrarse en definiciones, sin dar luces a los que, como yo en ese momento, estábamos deseando tenerlas a mano. CONTINUAR LEYENDO
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