"En nuestro mundo hay una tribu semisalvaje muy especial, muy antigua y ampliamente extendida, a la que antropólogos e historiadores sólo han comenzado a prestar atención recientemente. Todos nosotros hemos pertenecido a esta tribu; hemos conocido sus costumbres, sus hábitos y sus ritos, su folklore y sus textos sagrados. Me estoy refiriendo a los niños. Sin embargo, estos textos sagrados de la infancia no siempre son los que recomiendan los mayores, según descubrí muy pronto.
En cuanto comencé a ir a las librerías me di cuenta de que existían dos tipos de libros en las estanterías de los más pequeños. En el primer grupo, que era el más importante, me encontraba con lo que los adultos habían decidido que yo debía saber o conocer sobre el mundo que me rodeaba. Muchos de esos libros tenían un contenido práctico; querían hacerme saber cómo funcionaba un automóvil, o quién era George Washington. Con ello, y no por casualidad, pretendían que admirara tanto a los automóviles como al padre de la patria (en esa época no se hablaba mucho de las madres de la patria). Junto a esos libros había muchos otros que nos permitían albergar esperanzas de aprender modales y moralejas, o ambas cosas a la vez. Estos no llevaban en sus lomos ningún número decimal de Dewey y las lecciones que enseñaban venían disfrazadas de cuentos. Eran historias de niños o conejitos o pequeñas máquinas que se encontraban con dificultades o fallos que los conducían a situaciones o encrucijadas complejas, a veces cómicas y otras serias. Pero al final siempre eran salvados por alguna persona, conejo o ingenio mecánico serviciales, más sabios y de más edad o antigüedad.
Los protagonistas de estos libros por tanto, aprendían a depender de la autoridad establecida para recibir consejos y ayuda. También a ser trabajadores, responsables y prácticos: a seguir el camino que les estaba destinado y a contentarse con su propio estilo de vida. Dicho de otra forma, aprendían a parecerse más a adultos respetables. Se trataba del mismo tipo de mensaje que tanto mis amigos como yo oíamos todos los días: Siéntate bien, niño. No te internes mucho en el bosque. Dale las gracias a la tía Etta. Vamos, deja de soñar despierto y haz los deberes. Cariño, por favor, no debes inventarte cosas. Pero yo descubrí que existía otra clase de literatura infantil.
Algunos de estos libros, como Tom Sawyer, Mujercitas, Peter Pan y Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas se encontraban en las estanterías de cualquier biblioteca; otros, como El Mago de Oz o las series de Nancy Drew, había que comprarlos en las librerías o pedírselos prestados a los amigos. Y estos eran los libros sagrados para los niños: los de esos autores que nunca habían olvidado lo que era ser un niño. Leerlos era experimentar la emoción del reconocimiento, sentir un torrente de energía liberadora. Estos libros, y otros como ellos, recomendados e inclusive famosos, nos transportan a la ensoñación, nos llevan a la desobediencia, a contestar, a escaparnos de casa y a guardar nuestros sentimientos más íntimos, ocultándolos a los mayores que no nos comprenden. Ponen del revés todos los valores de los adultos, burlándose de sus instituciones, como la familia y la escuela. En pocas palabras, podemos decir que son subversivos, al igual que las rimas, burlas y juegos que yo he aprendido en los patios de recreo."
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