Las compañeras de trabajo de
Antonia la miraban compasivamente, y de tiempo en tiempo, entre la algarabía de
las conversaciones y disputas, se cruzaba un breve diálogo, a media voz,
entretejido con exclamaciones de asombro, indignación y lástima. Todo el
lavadero sabía al dedillo los males de la asistenta, y hallaba en ellos asunto
para interminables comentarios. Nadie ignoraba que la infeliz, casada con un
mozo carnicero, residía, años antes, en compañía de su madre y de su marido, en
un barrio extramuros, y que la familia vivía con desahogo, gracias al asiduo
trabajo de Antonia y a los cuartejos ahorrados por la vieja en su antiguo
oficio de revendedora, baratillera y prestamista. Nadie había olvidado tampoco
la lúgubre tarde en que la vieja fue asesinada, encontrándose hecha astillas la
tapa del arcón donde guardaba sus caudales y ciertos pendientes y brincos de
oro. Nadie, tampoco, el horror que infundió en el público la nueva de que el
ladrón y asesino no era sino el marido de Antonia, según esta misma declaraba,
añadiendo que desde tiempo atrás roía al criminal la codicia del dinero de su
suegra, con el cual deseaba establecer una tablajería suya propia. Sin embargo,
el acusado hizo por probar la coartada, valiéndose del testimonio de dos o tres
amigotes de taberna, y de tal modo envolvió el asunto, que, en vez de ir al
palo, salió con veinte años de cadena. No fue tan indulgente la opinión como la
ley: además de la declaración de la esposa, había un indicio vehementísimo: la
cuchillada que mató a la vieja, cuchillada certera y limpia, asestada de arriba
abajo, como las que los matachines dan a los cerdos, con un cuchillo ancho y
afiladísimo, de cortar carne. Para el pueblo no cabía duda en que el culpable
debió subir al cadalso. Y el destino de Antonia comenzó a infundir sagrado
terror cuando fue esparciéndose el rumor de que su marido «se la había jurado»
para el día en que saliese del presidio, por acusarle. La desdichada quedaba
encinta, y el asesino la dejó avisada de que, a su vuelta, se contase entre los
difuntos. CONTINUAR LEYENDO
-"No es posible crecer en la intolerancia. El educador coherentemente progresista sabe que estar demasiado seguro de sus certezas puede conducirlo a considerar que fuera de ellas no hay salvación. El intolerante es autoritario y mesiánico. Por eso mismo en nada ayuda al desarrollo de la democracia." (Paulo Freire). - "Las razones no se transmiten, se engendran, por cooperación, en el diálogo." (Antonio Machado). - “La ética no se dice, la ética se muestra”. (Wittgenstein)
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jueves, 12 de marzo de 2015
El indulto. Un cuento de Emilia Pardo Bazán
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