En el boletín de febrero de 2017 de la Asociación Entrelibros improvisé cinco o seis líneas tratando de sintetizar en qué ha consistido nuestro cometido en el colegio Ciudad de los Niños de Granada desde el otoño de 2015 hasta ahora. Los compañeros que editan la hoja informativa titularon ese escueto testimonio Experiencia de un lector. El título me gustó por lo que tenía de chocante. A uno lo han presentado o llamado de muchas maneras (periodista, escritor, hasta filósofo) pero nunca lo habían llamado lector quizá porque es un destino tan implícito y natural como tus propias características físicas. Eres moreno y lector; de Granada y lector. Uno lee con la misma naturalidad con que escucha o camina y con el mismo grado de inconsciencia con que respira, ajeno a la extraordinaria gesta biológica que supone cada una de esas funciones vitales. Ser lector más que una labor o un cometido digno de destacarse parece un destino inapelable para sobrevivir.
Y sin embargo allí estaba puesto, con todo su misterio, un título que no sólo me aludía sino que de un modo misterioso me reconocía un mérito determinado entre otras facetas de mi existencia.
Por supuesto, bastaba dar un paso atrás, cambiar el punto de vista, para comprender que ese grado de lector que apuntaba el encabezamiento era diferente de otros. Se puede ser lector de muchas formas. Fundamentalmente de dos: uno puede ser lector para sí y lector para otros. Uno es normalmente lector para sí mismo, es decir, ejercita una capacidad aprendida para obtener provecho propio: para saber más, para enterarse, para divertirse, para emocionarse y hasta para prosperar en todos los sentidos.
Cada cual ha hecho su carrera de lector con más o menos provecho desde que aprendió a deletrear las primeras palabras hasta hoy. Y seguro que ha sido una tarea pasmosa. ejemplar y fructífera. Pero si reflexionamos un poco debemos admitir que la mayor parte del tiempo hemos sido lectores si no a escondidas sí al menos en completa soledad, en un paradójico aislamiento puesto que lo que se busca al examinar un libro o un periódico es la comunicación. Hay en la lectura un ánimo escondido de codicia, de acaparación, incluso de egoísmo.
Lo raro, lo que se escapa a esa rutina de la exploración y el autoconocimiento, es leer para otros. ¿Por qué voy a leer para otros si todos estamos capacitados para hacerlo por nuestra cuenta y además no tienen serios impedimentos? Planteada así la lectura adquiere un extraño sentido económico, incluso neoliberal. ¡Cómo que te lea! ¡Lee por ti mismo! Y si un desconocido te pide una historia dale un cartilla y que aprenda a leer por su cuenta (o una caña y que aprenda a pescar, pero nunca le des peces para saciar su hambre).
Es esa faceta de lector para otros (parece jerga heideggeriana pero es mucho más simple) la que me reconocía el título que antepusieron a mi comentario en el boletín, y no por mi generosidad o altruismo sino por haber adquirido, gracias al encuentro con los otros, a la interacción con otras vidas menos leídas pero igual de expectantes, una experiencia que valía la pena compartir.
Una experiencia plena pero de una pasmosa simplicidad.
Ahora me doy cuenta, al releer el comentario, que apenas puedo puedo añadir nada a lo dicho, que agregar una palabra o alargar una frase desvirtuarían la elemental tarea que hacemos en Entrelibros.
“Desde hace año y medio”, escribía, “todos los jueves, al principio en el aula y luego en la biblioteca, los chicos del colegio Ciudad de los Niños y nosotros nos sentamos en círculo y celebramos un rito al mismo tiempo simple (simple como un anillo, por decirlo con un verso de Neruda) pero misteriosamente complejo (como el anillo de Moebius). Antes, a modo de saludo, nos hemos abrazado, reído, preguntado… Y entonces, después de las efusiones, empieza la lectura en voz alta: un cuento, una historia o un poema que desemboca en nuestro propio relato, en una experiencia íntima dotada de la misma sencillez lírica, o en un gesto de complacencia o reflexión. No hay en nuestra actividad más secreto, salvo el enorme misterio de la fascinación ante la vida y la revelación de la palabra dicha o escrita”.
Y en ese mismo estado de emoción sigo. Atento y agradecido a quienes me permiten esta singular experiencia.
Y sin embargo allí estaba puesto, con todo su misterio, un título que no sólo me aludía sino que de un modo misterioso me reconocía un mérito determinado entre otras facetas de mi existencia.
Por supuesto, bastaba dar un paso atrás, cambiar el punto de vista, para comprender que ese grado de lector que apuntaba el encabezamiento era diferente de otros. Se puede ser lector de muchas formas. Fundamentalmente de dos: uno puede ser lector para sí y lector para otros. Uno es normalmente lector para sí mismo, es decir, ejercita una capacidad aprendida para obtener provecho propio: para saber más, para enterarse, para divertirse, para emocionarse y hasta para prosperar en todos los sentidos.
Cada cual ha hecho su carrera de lector con más o menos provecho desde que aprendió a deletrear las primeras palabras hasta hoy. Y seguro que ha sido una tarea pasmosa. ejemplar y fructífera. Pero si reflexionamos un poco debemos admitir que la mayor parte del tiempo hemos sido lectores si no a escondidas sí al menos en completa soledad, en un paradójico aislamiento puesto que lo que se busca al examinar un libro o un periódico es la comunicación. Hay en la lectura un ánimo escondido de codicia, de acaparación, incluso de egoísmo.
Lo raro, lo que se escapa a esa rutina de la exploración y el autoconocimiento, es leer para otros. ¿Por qué voy a leer para otros si todos estamos capacitados para hacerlo por nuestra cuenta y además no tienen serios impedimentos? Planteada así la lectura adquiere un extraño sentido económico, incluso neoliberal. ¡Cómo que te lea! ¡Lee por ti mismo! Y si un desconocido te pide una historia dale un cartilla y que aprenda a leer por su cuenta (o una caña y que aprenda a pescar, pero nunca le des peces para saciar su hambre).
Es esa faceta de lector para otros (parece jerga heideggeriana pero es mucho más simple) la que me reconocía el título que antepusieron a mi comentario en el boletín, y no por mi generosidad o altruismo sino por haber adquirido, gracias al encuentro con los otros, a la interacción con otras vidas menos leídas pero igual de expectantes, una experiencia que valía la pena compartir.
Una experiencia plena pero de una pasmosa simplicidad.
Ahora me doy cuenta, al releer el comentario, que apenas puedo puedo añadir nada a lo dicho, que agregar una palabra o alargar una frase desvirtuarían la elemental tarea que hacemos en Entrelibros.
“Desde hace año y medio”, escribía, “todos los jueves, al principio en el aula y luego en la biblioteca, los chicos del colegio Ciudad de los Niños y nosotros nos sentamos en círculo y celebramos un rito al mismo tiempo simple (simple como un anillo, por decirlo con un verso de Neruda) pero misteriosamente complejo (como el anillo de Moebius). Antes, a modo de saludo, nos hemos abrazado, reído, preguntado… Y entonces, después de las efusiones, empieza la lectura en voz alta: un cuento, una historia o un poema que desemboca en nuestro propio relato, en una experiencia íntima dotada de la misma sencillez lírica, o en un gesto de complacencia o reflexión. No hay en nuestra actividad más secreto, salvo el enorme misterio de la fascinación ante la vida y la revelación de la palabra dicha o escrita”.
Y en ese mismo estado de emoción sigo. Atento y agradecido a quienes me permiten esta singular experiencia.
Alejandro V. García
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