Para fomentar la lectura, la clave consiste en crear lectores que conozcan sus derechos: derecho a leer cualquier cosa, a abandonar un libro en cualquier momento, a saltarse páginas, incluso simplemente a no leer.
Afirma Pennac que los lectores “nos permitimos todos los derechos, comenzando por aquellos que negamos a los jóvenes a los que pretendemos iniciar en la lectura”. Y es que el autor trabajó durante muchos años como profesor de literatura en escuelas medias y se proponía, con textos como este, que los adolescentes pudieran abordar la lectura con placer, que la tomaran como una aventura personal fruto de su propia elección; en suma, que dejaran de sentir rechazo hacia la lectura. Con humor y claridad, Pennac describe en una escena esa fobia de los jóvenes ante los libros:
"Y ahí le tenemos, adolescente encerrado en su cuarto, delante de un libro que no lee. Todos sus deseos de estar en otra parte crean entre él y las páginas abiertas una pantalla glauca que enturbia los renglones. Está sentado ante la ventana, la puerta cerrada a su espalda. Página 48. No se atreve a contar las horas pasadas a la espera de esta página cuarenta y ocho. El libro tiene exactamente cuatrocientas cuarenta y seis. O sea quinientas. ¡500 páginas! Páginas llenas de renglones comprimidos entre márgenes minúsculos, párrafos negros amontonados entre sí, y, aquí y allí, el favor de un diálogo: un guion, como un oasis, que indica que un personaje habla con otro personaje. Pero el otro no le contesta. ¡Sigue un bloque de doce páginas! ¡Doce páginas de tinta negra! ¡Te ahogas! ¡Oh, cómo te ahogas! ¡Puta, joder, mierda de libro! […] Página cuarenta y ocho… ¡Si se acordara, por lo menos, del contenido de las cuarenta y siete primeras!"
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