sábado, 31 de agosto de 2024

"UNA RUBIA IMPONENTE". Un cuento de Drorothy Parker

Hazel Morse era una mujer corpulenta, de cabello claro, del tipo que incita a algunos hombres, cuando usan la palabra «rubia», a chascar la lengua y menear la cabeza pícaramente. Se enorgullecía de sus pies pequeños y su vanidad le hacía sufrir, pues los encajaba en zapatos de punta roma y tacón alto, del número más pequeño posible.

Lo más curioso en ella eran las manos, extrañas terminaciones de los brazos fofos y blancos, salpicados de manchas de color canela claro, unas manos largas y temblorosas, de grandes uñas convexas. No debería haberlas desfigurado con pequeñas joyas.

No era una mujer dada a los recuerdos. A sus treinta y cinco años, su primera juventud era una secuencia borrosa y fluctuante, una película imperfecta que mostraba las acciones de unas personas desconocidas.

Su madre viuda murió tras una enfermedad muy larga, que la sumió en un letargo mental, cuando Hazel tenía veintitantos años, y poco después la joven consiguió empleo como modelo en un establecimiento mayorista de vestidos femeninos. Aún era la época de la mujer imponente, y por entonces ella tenía un color bonito, el cuerpo erguido y los pechos altos. Su trabajo no era fatigoso, conocía a muchos hombres y pasaba numerosas veladas con ellos, les reía las gracias y les decía cuánto le gustaban sus corbatas. Gustaba a los hombres, y ella daba por sentado que gustar a muchos hombres era algo deseable. La popularidad parecía valer el esfuerzo que era preciso hacer para lograrlo. Una gustaba a los hombres porque era divertida, y si les gustabas te invitaban a salir. Así pues, era divertida y tenía éxito. Era una mujer alegre y despreocupada, y a los hombres les gusta esa clase de mujer.

Ninguna otra clase de diversión, más sencilla o más complicada, le llamaba la atención. Nunca se preguntaba si no sería una ocupación mejor hacer alguna otra cosa. Sus ideas, o mejor dicho, sus aceptaciones, eran exactamente las mismas que las otras rubias imponentes de las que era amiga.

Cuando llevaba varios años trabajando en el establecimiento de vestidos, conoció a Herbie Morse, un hombre delgado, vivaz, atractivo, de ojos castaños y brillantes y la costumbre de mordisquearse con saña la piel alrededor de las uñas. Bebía mucho, cosa que a ella le parecía divertida. Normalmente le saludaba con una alusión a su estado la noche anterior. CONTINUAR LEYENDO


viernes, 30 de agosto de 2024

"UNA LLAMADA TELEFÓNICA". Un cuento de Dorothy Parker

Young Dorothy Parker.jpg
"Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por favor.

Si no pienso en eso, tal vez el teléfono suene. A veces lo hace. Si pudiera pensar en otra cosa. Si pudiera pensar en otra cosa. Quizá si cuento hasta quinientos de cinco en cinco, suene antes de que termine. Voy a contar lentamente. Sin trampas. Y si suena cuando llegue a trescientos, no voy a parar, no voy a contestar hasta que llegue a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta... Oh, por favor, llama. Por favor.

Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y diez. Dijo que llamaría a las cinco. "Te llamaré a las cinco, cariño." Creo que fue en ese momento que dijo: "cariño". Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me llamó "cariño" dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. "Adiós, cariño." Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó "cariño" dos veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas veces; sé que no les gusta. Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días. Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y preguntarle. No puede haberle molestado eso. No podía haber pensado que lo estaba molestando. "No, por supuesto que no", dijo. Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice. Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga. Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no." CONTINUAR LEYENDO

jueves, 29 de agosto de 2024

"EL ALIMENTO DE LA LECTURA"

 


"LA VIDA ETERNA DE DOROTHY PARKER". Un artículo de Elvira Lindo, Letras Libres 1 AGO 2024

https://letraslibres.com/revista/la-vida-eterna-de-dorothy-parker/01/08/2024/

Lo extraordinario de la vida y obra de Parker es su tendencia innata a la insatisfacción: ser querida por los lectores no le proporcionaba algo parecido a la felicidad.

Cuatro son las ocasiones en que Dorothy Parker intentó suicidarse. Cuatro, al menos, que hayan quedado acreditadas en la cronología de su vida: 1923, 1926, 1930, 1932… Tal vez hubo más. Es posible que su entonces fulgurante figura pública convirtiera en públicos esos intentos frustrados. La muerte palpita en toda su obra, a veces de forma deliberadamente cómica, y se deja ver en los poemas que la convirtieron en un personaje popular gracias a una habilidad innata para realizar un giro inesperado en el último verso con el que provocar una sonrisa, una duda o un pensamiento.

Razors pain you;
Las navajas de afeitar te duelen;
Rivers are damp;
Los ríos están húmedos;
Acids stain you;
Los ácidos te manchan;
And drugs cause cramps.
Y las drogas causan calambres.
Guns aren’t lawful;
Las armas no son legales;
Nooses give;
Las sogas dan;
Gas smells awful;
El gas huele horrible;
You might as well live.
Más vale que vivas.

Dorothy Parker, de cuna apellidada Rothschild, nació en Nueva Jersey un 22 de agosto de 1893, en uno de esos días del final de verano en que los neoyorquinos abandonan la ciudad aprovechando las minivacaciones en torno al Labor Day, pero enseguida, como así sigue sucediendo, regresaron a su barrio, el Upper West Side, en el que se desarrollaría gran parte de la vida de la escritora que ha representado de manera más vehemente el espíritu de la ciudad, o de aquella ciudad que fue y ya no será. De padre judío y de madre católica, la pequeña Dorothy se quedó huérfana de madre a los cinco años y, a pesar de crecer en el seno de una familia acomodada y numerosa, la mala relación con la madrastra generó en ella un sentido incurable de soledad que la acompañó toda su vida. Célebres son los versos en los que dice: “Childhood… If I wrote about mine you wouldn’t sit in the same room with me. / Niñez... Si escribiera sobre la mía, no te sentarías en la misma habitación que yo.”Dorothy abandonó los estudios antes de acabar el bachillerato, ya que de los catorce a los veinte años se dedicó a cuidar a su padre, por el que sentía devoción, y aunque no se sabe mucho de aquel tiempo de vida recogida sí dejó constancia de la cultura que adquirió en soledad (But, by God, I read / Pero, por Dios, leí) y de los títulos que cimentaron su vocación, entre ellos, Vanity Fair, de Thackeray, que aseguraba haber leído más de una docena de veces.

Al morir el padre, la economía familiar se derrumba y ella comienza su vida errante de pensiones buscando la manera de ganarse la vida; en un primer momento, toca el piano en un estudio de baile, pero enseguida procura adentrarse en el universo que a ella le interesa, el de la escritura, por el que ha mostrado una habilidad precoz, en concreto, componiendo el tipo de poemas que por aquel entonces se había convertido en un género muy popular (light verse) que los lectores lograban aprender de memoria porque respondían a rimas en las que el ingenio chocante era su mayor gancho. Se casa muy joven con Edwin Pond Parker, del que se separaría poco tiempo después mateniendo un apellido que le borra unos orígenes judíos por los que no sentía excesivo apego. No pasó mucho tiempo hasta que la joven neoyorquina consiguió su primer empleo en Vogue, luego en Vanity Fair y, más tarde, fue el mítico editor Harold Ross quien le echaría el lazo para su recién nacida revista The New Yorker, en la que colaboraría escribiendo poemas, cuentos y críticas, y prestando su creciente prestigio al éxito de la publicación, porque a los 32 años Parker ya era una insólita celebridad que había hecho historia en el mundo de la edición convirtiendo su primer libro de poemas, Enough rope, en un best seller.

Lo extraordinario de la vida y obra de Parker es su tendencia innata a la insatisfacción: ser querida por los lectores no le proporcionaba algo parecido a la felicidad. La imagen de mujer alegre, segura de sí misma, que proyectaba una escritura valiente y sarcástica en la que ella parecía estar exhibiendo en primera persona y sin tapujos su propia experiencia enmascaraba a esa otra que sufría depresiones frecuentes, agravadas por el exceso de ingesta alcohólica que favoreció en parte la ley seca. Las chicas que la escritora retrató en sus cuentos tienen un cierto parecido a ella, frecuentan los speakeasy (tabernas clandestinas), viven de noche, quieren parecer frívolas y despreocupadas pero son obsesivas, dependen de amores condenados al fracaso y pasan la vida esperando visitas o llamadas de teléfono que las salven de su angustia. La diferencia es que esas mujeres que protagonizan los relatos de Parker viven precariamente, a menudo lampando y a la espera de ser mantenidas por un señor casado, mientras que la escritora llevaba la angustia en el alma más que en el bolsillo dado que, al menos, en esa época brillante de sus tres décadas de esplendor, veinte, treinta y cuarenta, gana dinero y lo dilapida. Pero la melancolía se palpa en cada historia. Así lo entendió Augusto Monterroso cuando seleccionó “Big blonde” (“Una rubia imponente”) para su antología de cuentos tristes, un cuento que obtuvo el prestigioso premio O. Henry, protagonizado por una de sus chicas superficiales, una de sus sports, que se buscan la vida entreteniendo a los hombres, viviendo de sus regalos a cambio de mostrarse siempre alegres y chispeantes, chicas que acaban siendo víctimas de una vida solo posible mientras dura la juventud.

“Su inteligencia es la inteligencia de su tiempo y su ciudad”, dijo el crítico Edmund Wilson, algo que aun siendo halagador y cierto la reduce a la consideración de una escritora atrapada en una época. Es verdad que los poemas de Parker están íntimamente ligados a los musicales de Broadway, a la música con la que genios como Cole Porter, los Gershwin o Irving Berlin contribuyeron a crear la banda sonora de una irrepetible etapa de talento abrumador que vibraba a pesar de la ley seca, de la gran depresión, de la guerra. El Nueva York de la comedia y del jazz está presente en el habla, en la música y la escritura y Parker es una de las cabecillas de ese momento irrepetible, con la misma autoridad con la que presidía la célebre mesa redonda del Algonquin en la que bullían cada noche unas mentes inspiradas por el ingenio alcoholizado de escritores y artistas, muchos de ellos abocados a ser derrotados por la mala vida. Robert Benchley, humorista y actor, se convirtió en su segundo marido, en un amor de idas y venidas, tan duradero como desequilibrado. Alrededor de aquella mesa se despachaban críticas feroces a las comedias estrenadas al otro lado de la calle. De aquella pareja, Benchley y Parker, brotaron guiones para películas como Ha nacido una estrella y tantos otros que fueron nominados en los premios Oscar.

Si imaginamos que el éxito proporciona la felicidad no podemos entender la complejidad de esta mujer de poderoso talento. Si bien ella habló la lengua de su tiempo, como dijo Wilson, creo que es ahora cuando podemos apreciar la hondura y la melancolía que se camuflan tras el humor. Tampoco estaría completo un retrato de Parker sin hacer referencia a su compromiso cívico: desde el apoyo a la república española, que inspiró el cuento “Soldados de la República”, a su decidida defensa de la causa de los derechos civiles. Tal era su admiración por Martin Luther King que tras morir su marido y sin herederos directos decidió dejarle su legado. King respondió a este regalo inesperado con sorpresa, porque no la conocía, también con agradecimiento. Algunos de los mejores cuentos de Parker están dedicados a esas mujeres negras de servicio que por una miseria vagaban de piso en piso en el acelerado Manhattan, trabajando para personas que o no las veían o las miraban con indisimulado desprecio.

Los últimos años de Dorothy Parker son los de una mujer que sucumbió a un total acabamiento físico. Las imágenes que ilustran el deterioro nos impresionan. Su escritura fue languideciendo, perdiendo ligereza y brillo, mostrando la espesura de una mente alcoholizada. Sobrevivió los últimos años gracias a la caridad de la millonaria Gloria Vanderbilt en una pequeña habitación de hotel con la compañía de uno de esos perros que la acompañaron en la borrachera nocturna y en la soledad de la vejez. Los perros y los caballos aparecen con frecuencia en la escritura de Parker, siempre observados con compasión y respeto.

Poco antes de morir de un paro cardiaco, le pidió a su amiga la guionista Lillian Hellman que se hiciera cargo de organizar su legado para que llegara a manos de King, pero Hellman, siempre una mujer de lealtad dudosa, descubriendo tras su muerte que en ese legado no había bienes económicamente rentables, se deshizo de su ropa, libros, cuadernos y objetos personales. Una decisión sorprendente tratándose de alguien a quien se le supone una sensibilidad por los recuerdos de una colega. Hellman tampoco atendió a la petición de Parker de ser incinerada sin actos de despedida y le organizó un rimbombante velatorio pagado por Vanderbilt en el que Parker lucía en su ataúd una especie de kimono bordado en oro. Algunas celebridades de la cultura aparecieron por allí a despedir a la escritora que había sido ya olvidada hacía tiempo, tanto que el bicho de Truman Capote comentó: “¿Ha fallecido? Yo creí que ya estaba muerta.” Lo curioso es que tras el acto fue incinerada y como nadie se hizo cargo de las cenizas estas acabaron olvidadas en la oficina de un abogado con quien ella había tenido relación. Ahí estuvieron, en un cajón, hasta los años ochenta, cuando la columnista Lillian Ross, enterada del insólito abandono de los restos de su vieja compañera, escribió un artículo que hizo que la naacp, la National Association for the Advancement of Colored People, se ofreciera a hacerse cargo y llevara el jarrón mortuorio a un cementerio en Baltimore donde están enterradas personalidades negras de los derechos civiles. Y ahí permaneció con una frase grabada en agradecimiento a su aportación a la lucha por la igualdad hasta que un lector empedernido de Parker, creador de la Dorothy Parker Society, tuvo noticia hace tres años de que iban a trasladar ese mausoleo a otro lugar y temiendo que la escritora quedara de nuevo en el olvido localizó a unas ancianas sobrinas nietas que a su vez descubrieron que la familia Rothschild guardaba un lugar reservado para ella en el cementerio Woodlawn del Bronx. Financiando la lápida con el dinero obtenido por un merchandising en el que destacan unas camisetas con la caricatura que de la escritora dibujó el gran Al Hirschfeld, también artista de aquella época gloriosa, y con rutas guiadas por el Nueva York de la escritora lograron devolver a la neoyorquina a la ciudad que alimentó su obra. Estos son los versos que se han inscrito en su lápida:

Leave for her a red young rose.
Déjale una rosa roja joven.
Go your way and save your pity.
Sigue tu camino y guarda tu lástima.
She is happy, for she knows
Ella es feliz, porque sabe
That her dust is very pretty.
que su polvo es muy bonito.

Los responsables del Cementerio del Bronx esperan que cada año acudan a rendir honor a Parker esos lectores que siguen encontrando sentido a la música de sus palabras, que se emocionan con ese humor teñido de melancolía. Historias de mujeres que siguen conmoviéndonos porque no se han quedado como mariposas enmarcadas en aquel tiempo. Las costumbres cambian, las mujeres y los hombres van igualando sus pasos, pero los seres humanos seguimos sacudidos por los mismos sentimientos, desilusiones, neurosis y por una indefectible incapacidad para encontrar sosiego.

Hace ya una década decidí seguir los pasos de Dorothy Parker. Me emocionaba pensar que vivía cerca de su universo. Visité su hogar familiar, el colegio, que seguía en pie, y luego, yendo hacia el sur, las oficinas de The New Yorker, comprobando con tristeza que su nombre no estaba incluido en la placa de los ilustres colaboradores que hicieron de esa revista lo que ha sido y lo que es. Espero que alguien haya reparado en ese indignante descuido. También fui, fuimos, muchas veces al Hotel Algonquin. Sigue la mesa redonda, pero el hotel ha perdido parte de su encanto al haber cerrado el Oak Room, un pequeño y nostálgico club de jazz donde aún se podía sentir la magia del viejo Nueva York. Comprobé, con alegría, que los libros de la escritora gozan de buena salud, The Portable Dorothy Parker sigue reeditándose y los derechos van, con toda justicia, a la naacp, como ella hubiera deseado. Ahora sé que ese olvido en el que cayó por un tiempo fue en parte provocado porque escritores que debían haber mostrado su agradecimiento o su deuda públicamente por haber inventado una manera de narrar la ciudad no lo hicieron, y a veces en la literatura ocurre eso: hay obras que no trascienden no porque hayan caducado sino por la mezquindad de quienes debieran defenderlas.

Siento que se está generando una nueva lectura de sus cuentos, que encuentran una vida plena más allá del irrepetible tiempo en el que fueron creados. Su voz irónica, audaz, atrevida nos sigue interpelando: “Londres es orgulloso, París se ha rendido, pero Nueva York es siempre esperanzador, siempre te hace creer que algo bueno está a punto de pasar y que hay que darse prisa para encontrarlo.” Recuerdo que yo también lo creía así, exactamente así.

miércoles, 28 de agosto de 2024

"EL HOMBRE DE ARENA". Un cuento de E.T.A. Hoffmann

Nataniel a Lotario

Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías verlo con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.

Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.

Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:

-¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?

-No existe tal Hombre de Arena, cariño -me respondió mi madre-. Cuando digo “viene el Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.

La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 25 de agosto de 2024

"EL REMORDIMIENTO". Un poema de Jorge Luis Borges

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado.
La sombra de haber sido un desdichado.

sábado, 24 de agosto de 2024

"EL MISTERIOSOS CORRESPONSAL". Un cuento de Marcel Proust

Ilustración: Ricardo Figueroa
“Querida mía, te prohíbo que regreses a pie, voy a pedir el equipaje, hace demasiado frío, podría hacerte daño”. Françoise de Lucques le había dicho esto a su amiga Christiane hacía un rato al acompañarla y ahora que se había ido sentía remordimientos por esa frase torpe, aunque insignificante si se la hubiera a otra persona, que podía inquietar a la enferma sobre su estado. Sentada cerca del fuego donde se calentaba alternativamente los pies y las manos, se hizo sin cesar la pregunta que la torturaba: ¿podrían curar a Christiane de esa enfermedad de languidez? Aún no habían traído las lámparas. Françoise estaba en la oscuridad. Pero ahora al calentarse de nuevo las manos, el fuego alumbraba en ellas la gracia y el alma. En su resignada belleza de tristes exiliadas en este mundo vulgar podían leerse las emociones con tanta claridad como en una mirada expresiva. Por lo común distraídas se posaban con una suave languidez. Pero esa noche, a riesgo de arrugar el delicado tallo que las sostenía con semejante nobleza, se abrían dolorosamente como flores atormentadas. Y pronto las lágrimas caídas de sus ojos en la oscuridad aparecieron una por una en el instante en que tocaron las manos tendidas frente a las llamas, en plena luz. Un criado entró; era el correo, una sola carta y con una escritura complicada que Françoise no conocía. (Aunque su marido quería a Christiane tanto como ella y consoló con ternura a Françoise de sus penas, no quería entristecerlo inútilmente ante la vista de sus lágrimas si es que lo notaba, si es que entraba bruscamente; quería tener tiempo de enjugarse los ojos en la oscuridad). Así que pidió que trajeran las lámparas en cinco minutos y acercó la carta al fuego para alumbrarse. El fuego arrojaba suficientes llamas como para que, al inclinarse para alumbrarla, Françoise pudiera distinguir las letras y he aquí que leyó.

Madame:

Hace tiempo que la amo pero no puedo ni decírselo ni no decírselo. Perdóneme. Vagamente todo lo que me han dicho de su vida intelectual, de la distinción única de su alma me ha persuadido de que sólo en usted encontraré dulzura después de una vida amarga; paz después de una vida aventurera; el camino hacia la luz después de una vida de incertidumbre y oscuridad. Y ha sido usted sin saberlo mi compañera espiritual. Pero eso ya no me basta. Lo que quiero es su cuerpo y al no poder tenerlo, en mi desesperanza y mi frenesí escribo para calmarme esta carta, como cuando alguien arruga un papel mientras espera, como cuando escribe un nombre en la corteza de un árbol, como cuando grita un nombre al viento o frente al mar. Por alzar con mi boca la comisura de sus labios, daría la vida. Pensar en esa posibilidad y saber que es imposible son cosas que me queman por igual. Cuando reciba cartas mías, sabrá que estoy en un momento en el que ese deseo me enloquece. Es usted tan buena, tenga piedad de mí, me muero de no poseerla.

Françoise acababa de leer la carta cuando entró el criado con las lámparas, brindando por así decirlo la sanción de la realidad a la carta que había leído como en un sueño, al fulgor móvil e incierto de las llamas. Ahora la luz suave pero certera y franca de las lámparas la hacía salir de la penumbra intermediaria entre los hechos de este mundo y los sueños del otro, nuestro mundo interior; le daban como la garra de autenticidad, según la materia y según la vida. Françoise quiso primero mostrarle la carta a su esposo. Pero pensó que era más generoso ahorrarle esa preocupación y que le debía al menos algo al desconocido, a quien no podía darle más que el silencio, en espera de que se olvidara. Pero a la mañana siguiente recibió una carta con la misma letra manuscrita y las siguientes palabras: “Esta noche a las nueve estaré en su casa. Quiero por lo menos verla”. Entonces Françoise tuvo miedo. Le escribió a Christiane rogándole que viniera a cenar con ella; su marido estaba fuera justamente esa noche. Le volvió a pedir a los criados no dejar entrar a nadie más y mandó cerrar con firmeza todos los postigos. No le contó nada a Christiane pero a las nueve le dijo que tenía migraña rogándole que se fuera a la antesala de la puerta que dominaba la entrada de su cuarto y no dejara entrar a nadie. Se puso de rodillas en su cuarto y rezó. A las nueve y quince sintiéndose con mucha debilidad fue al comedor a buscar un poco de ron. En la mesa había una gran hoja blanca con estas palabras en letras cursivas: “Por qué no quiere usted verme. Yo la podría querer bien. Algún día lamentará las horas que le pude haber hecho pasar. Se lo suplico. Permítame que la vea. Aunque si usted lo ordena me iré inmediatamente”. Françoise quedó espantada. Pensó en decirles a los criados que vinieran con armas. Le avergonzó la idea y, pensando que no había autoridad más eficaz que la suya para ejercer presión alguna en el desconocido, escribió en la parte de abajo del papel: “Váyase inmediatamente, se lo ordeno”. Y se precipitó hacia su cuarto, se abalanzó sobre su rosario y sin pensar en nada más le rezó a la Santa Virgen, con fervor. Al cabo de media hora fue a buscar a Christiane que leía según su petición en la antesala. Quiso beber un poco y le pidió que la acompañara al comedor. Entró temblando agarrada por Christiane y casi desfallece al abrir la puerta. Luego avanzó a pasos lentos, casi moribunda. A cada paso le parecía que no tenía fuerzas para dar uno más y que iba a desfallecer ahí. De pronto tuvo que reprimir un grito. En la mesa un nuevo papel en el que leía: “Obedecí. No regresaré más. No me volverá usted a ver jamás”. Afortunadamente, Christiane, ocupada con el malestar de su amiga, no había podido verlo y Françoise tuvo tiempo de metérselo en el bolsillo. “Debes volver a buena hora, puesto que te vas mañana temprano. Adiós, querida mía. Tal vez no podré ir a verte mañana por la mañana; si no me ves es que habré dormido hasta tarde para curarme la migraña”. (El médico había prohibido cualquier despedida para evitarle emociones excesivas a Christiane). Pero Christiane, consciente de su estado, entendía muy bien por qué Françoise no osaba venir y por qué les habían vedado las despedidas, y lloraba al despedirse de Françoise, que sobrellevó su dolor hasta el final y se mantuvo en calma para consolar a Christiane. Françoise no durmió. En el último mensaje del desconocido las palabras: “No me volverá usted a ver jamás” la preocupaban más que nada. Puesto que decía volver a ver, ella lo había visto ya. Mandó a que revisaran las ventanas: ni un postigo se había movido. No podía haber entrado por ahí. Había por lo tanto corrompido al conserje del hotel. Quiso correrlo, pero aguardó indecisa. CONTINUAR LEYENDO


jueves, 22 de agosto de 2024

"LO INSÓLITO". Un artículo de Sergio del Molino (Eñe. 17 Noviembre, 2017)

Tal vez la literatura sí tenga una función social, más allá de su mera existencia: recordar lo inverosímil. Por ejemplo, leo en la muy interesante novela Generación cochebomba, de Martín Roldán que, a principios de los noventa, cuando más dura fue la violencia en Perú, Sendero Luminoso volaba las estaciones eléctricas de las afueras de Lima y dejaba la capital a oscuras. En el apagón, los ciudadanos, aterrorizados, veían cómo en los cerros que rodean la ciudad se formaban hoces y martillos luminosas, compuestas por antorchas y luminarias. Una terrorífica demostración de poder. Lo leo en la novela y, aunque sé que es verdad, no puedo suspender del todo la incredulidad. Por eso necesito comentarlo con mis amigos peruanos, mientras paseo con ellos a medianoche por el distrito limeño de Miraflores, donde ninguna amenaza parece perturbar la alegría de una cena con unas copas. Se lo cuento y me confirman que así era, que ellos lo vivieron, que eran adolescentes o niños en aquella época. Se empezaban a escuchar explosiones, decían, y la ciudad se iba apagando por sectores, hasta quedarse completamente negra. Lima tiene nueve millones de habitantes, es una extensión interminable de calles siempre atascadas y ruidosas que recuerdan a Blade Runner. Ellos hablan de oscuridad y silencio. Y de hoces y martillos luminosos visibles desde muchas ventanas.

Lo insólito se vuelve cotidiano al vivirlo, y la literatura tiene el poder de reubicarlo en lo insólito. Es una defensa elemental: hay que seguir viviendo bajo los apagones y el terror y las bombas. Se trivializa, se sacan las velas con resignación acostumbrada, se hacen chistes, se intenta seguir como si todo eso fuese un fastidio normal, como el tráfico o la lluvia. Es el texto literario el que, a través de su mera enunciación, señala la anormalidad y la barbarie. Porque el texto es la mirada del extranjero, esa mirada imprescindible para cualquier sociedad que quiera verse a sí misma sin chovinismos ni costumbrismos de brasero.

La violencia genera literatura porque es una de las formas que las sociedades tienen de constatar su asombro, de despertar después de un trauma. ¿De verdad pasó todo eso? ¿Cómo lo toleramos? ¿Cómo lo normalizamos? ¿Cómo nos creció esa costra en la piel? ¿A partir de qué muerto dejaron de importarnos los muertos? No se trata sólo de recordar para que no vuelva a suceder. No importa si vuelve o no a suceder porque la literatura no tiene la capacidad de impedir ninguna catástrofe con su insolencia memorística. Se trata de palparse el cuerpo, de sentirse apelado, de reaccionar al ruido cuando ya hay silencio, que es lo que necesitamos para escribir y para leer.

Lo estamos viendo con todos los libros que están surgiendo al albur de la memoria de la violencia de ETA. Lo hemos visto durante décadas con todas las malditas novelas de la guerra civil (a las que Trapiello auguraba una larguísima vida en su imprescindible Las armas y las letras). Lo veo ahora en las librerías de Lima, donde encuentro mesas enteras dedicadas a las novedades que abordan la violencia de Sendero y la represión estatal (unas 30.000 víctimas, la mayoría de ellas entre 1987 y 1992). Tal vez allí encontremos los escritores una verdadera función social e histórica. Tal vez no seamos tan inútiles como algunos nos vindicamos.

miércoles, 21 de agosto de 2024

"Defensa de la alegría". Un poema de Mario Benedetti.


Defender la alegría como una trinchera
defenderla del escándalo y la rutina
de la miseria y los miserables
de las ausencias transitorias
y las definitivas

defender la alegría como un principio
defenderla del pasmo y las pesadillas
de los neutrales y de los neutrones
de las dulces infamias
y los graves diagnósticos

defender la alegría como una bandera
defenderla del rayo y la melancolía
de los ingenuos y de los canallas
de la retórica y los paros cardiacos
de las endemias y las academias

defender la alegría como un destino
defenderla del fuego y de los bomberos
de los suicidas y los homicidas
de las vacaciones y del agobio
de la obligación de estar alegres

defender la alegría como una certeza
defenderla del óxido y la roña
de la famosa pátina del tiempo
del relente y del oportunismo
de los proxenetas de la risa

defender la alegría como un derecho
defenderla de dios y del invierno
de las mayúsculas y de la muerte
de los apellidos y las lástimas
del azar
y también de la alegría.

martes, 20 de agosto de 2024

"LA INUTILIDAD DE DAR CONSEJOS". Un minicuento de Fernando Pessoa

Yo no aconsejo. Colecciono sellos. Para dar consejos, es necesario estar completamente seguro de que los consejos son buenos y, para eso, es necesario estar seguro (de lo que nadie en absoluto lo está) de estar en posesión de la verdad. Y luego es necesario saber si esos consejos se adaptan al individuo al que se le dan, para lo cual es necesario conocer toda su alma, lo que casi nunca es posible. Y también hay que tener en cuenta que el modo de dar consejos debe adaptarse exactamente a aquella alma; se aconsejan a veces cosas que no quieren que se hagan para que, combinadas con elementos del alma aconsejada, se obtenga el resultado que se desea. Solo la gente muy ingenua da consejos.

FIN

viernes, 16 de agosto de 2024

"A enredar los cuentos". Un cuento de Gianni Rodari (Cuentos por teléfono)

-Érase una vez una niña que se llamaba Caperucita Amarilla.

-¡No, Roja!

-¡Ah!, sí, Caperucita Roja. Su mamá la llamó y le dijo: “Escucha, Caperucita Verde…”

-¡Que no, Roja!

-¡Ah!, sí, Roja. “Ve a casa de tía Diomira a llevarle esta piel de papa”.

-No: “Ve a casa de la abuelita a llevarle este pastel”.

-Bien. La niña se fue al bosque y se encontró una jirafa.

-¡Qué lío! Se encontró al lobo, no una jirafa.

-Y el lobo le preguntó: “¿Cuántas son seis por ocho?”

-¡Qué va! El lobo le preguntó: “¿Adónde vas?”

-Tienes razón. Y Caperucita Negra respondió…

-¡Era Caperucita Roja, Roja, Roja!

-Sí. Y respondió: “Voy al mercado a comprar salsa de tomate”.

-¡Qué va!: “Voy a casa de la abuelita, que está enferma, pero no recuerdo el camino”.

-Exacto. Y el caballo dijo…

-¿Qué caballo? Era un lobo

-Seguro. Y dijo: “Toma el tranvía número setenta y cinco, baja en la plaza de la Catedral, tuerce a la derecha, y encontrarás tres peldaños y una moneda en el suelo; deja los tres peldaños, recoge la moneda y cómprate un chicle”.

-Tú no sabes contar cuentos en absoluto, abuelo. Los enredas todos. Pero no importa, ¿me compras un chicle?

-Bueno, toma la moneda.

Y el abuelo siguió leyendo el periódico.

FIN

"La Importancia De Leer" Por Paulo Freire. En Freire, Paulo (1991), La importancia de leer y el proceso de liberación, México.


... incluyendo la del entonces joven profesor José Pessoa. Algún tiempo después, como profesor también de portugués, en mis veinte años, viví intensamente la importancia del acto de leer y de escribir, en el fondo imposibles de dicotomizar, con alumnos de los primeros años del entonces llamado curso secundario. La conjugación, la sintaxis de concordancia, el problema de la contradicción, la enciclisis pronominal, yo no reducía nada de eso a tabletas de conocimientos que los estudiantes debían engullir. Todo eso, por el contrario, se proponía a la curiosidad de los alumnos de manera dinámica y viva, en el cuerpo mismo de textos, ya de autores que estudiábamos, ya de ellos mismos, como objetos a desvelar y no como algo parado cuyo perfil yo describiese. Los alumnos no tenían que memorizar mecánicamente la descripción del objeto, sino aprender su significación profunda. Sólo aprendiéndola serían capaces de saber, por eso, de memorizarla, de fijarla. La memorización mecánica de la descripción del objeto no se constituye en conocimiento del objeto. Por eso es que la lectura de un texto, tomado como pura descripción de un objeto y hecha en el sentido de memorizarla, ni es real lectura ni resulta de ella, por lo tanto, el conocimiento de que habla el texto. Creo que mucho de nuestra insistencia, en cuanto a profesores y profesoras, en que los estudiantes “lean”, en un semestre, un sinnúmero de capítulos de libros, reside en la comprensión errónea que a veces tenemos del acto de leer. En mis andanzas por el mundo, no fueron pocas las veces en que los jóvenes estudiantes me hablaron de su lucha con extensas bibliografías que eran mucho más para ser “devoradas” que para ser leídas o estudiadas. Verdaderas “lecciones de lectura” en el sentido más tradicional de esta expresión, a que se hallaban sometidos en nombre de su formación científica y de las que debían rendir cuenta a través del famoso control de lectura. En algunas ocasiones llegué incluso a ver, en relaciones bibliográficas, indicaciones sobre las¡ bpáginas de este o aquel capítulo de tal o cual libro que debían leer: “De la página 15 a la 37”.

... Inicialmente me parece interesante reafirmar que siempre vi la alfabetización de adultos como un acto político y como un acto de conocimiento, y por eso mismo un acto creador. Para mí sería imposible de comprometerme en un trabajo de memorización mecánica de ba-be-bi-bo-bu, de la-le-li lo-lu. De ahí que tampoco pudiera reducir la alfabetización a la pura enseñanza de la palabra, las sílabas o de las letras. Enseñanza en cuyo proceso el alfabetizador iría “llenando” con sus palabras las cabezas supuestamente “vacías” de los alfabetizandos. Por el contrario, en cuanto acto de conocimiento y acto creador, el proceso de la alfabetización tiene, en el alfabetizando, su sujeto. El hecho de que éste necesite de la ayuda del educador, como ocurre en cualquier acción pedagógica, no significa que la ayuda del educador deba anular su creatividad y su responsabilidad en la creación de su lenguaje escrito y en la lectura de su lenguaje. En realidad, tanto el alfabetizador como el alfabetizando, al tomar, por ejemplo, un objeto, como lo hago ahora con el que tengo entre los dedos, sienten el objeto, perciben el objeto sentido y son capaces de expresar verbalmente el objeto sentido y percibido. Como yo, el analfabeto es capaz de sentir la pluma, de percibir la pluma, de decir la pluma. Yo, sin embargo, soy capaz de no sólo sentir la pluma, sino además de escribir pluma y, en consecuencia, leer pluma. La alfabetización es la creación o el montaje de la expresión escrita de la expresión oral. Ese montaje no lo puede hacer el educador para los educandos, o sobre ellos. Ahí tiene él un momento de su tarea creadora.


martes, 13 de agosto de 2024

"UN CUENTO". Un cuento (minicuento) de Fernando Pessoa

Al niño, que nació y se crió a la sombra del ruido de las fábricas, se lo llevan al campo y allí sufre y muere en el exilio nostálgico del ruido de los grandes motores, del correr de las correas de transmisión, de los grandes palacios de hierros iluminados con grandes y blancas lámparas eléctricas.

—Pero, ¿es que no te gusta la serenidad del campo?

—¿Por qué tiene que gustarle a uno la serenidad?

—¿No te gustan la luz, el aire, los árboles, tan bonitos y tan verdes?

—A mí no, señora, ¿por qué habrían de gustarme las cosas verdes? ¿Por qué el sol ha de ser más bonito que las lámparas eléctricas? Si me dijesen el porqué, tal vez me gustaran.

Cuánto enfado ponían en su alma el horror de la noria, ¡tan de madera!, y los bueyes tirando del carro. Solo a lo lejos el tren… el tren. Esta era la vela que cruzaba por el horizonte de su vida de exilio. El tren avanzó sobre él y todo su miedo le supo a orgullo. Esperó temblando, temblando, amándolo, amando la llegada férrea y tremenda desde lejos. Súbitamente, el tren sorteó la curva y se fue haciendo enorme. De pronto, se echó sobre él, siendo ya del tamaño del universo entero.

De esta forma, murió el niño superior que fue fiel a su origen urbano y prefirió la muerte al exilio de las máquinas y de las calles estrechas y de los grandes salones de las iluminadas fábricas con lámparas blancas, eléctricas, cuadrantes de luces por la negrura.

Le habrían asesinado el alma, poco a poco, con el sol y el paisaje. ¡La abominación de los faroles de petróleo en las noches odiosas de tanto silencio!

Si le hubieran dicho que el sol es una inmensa lámpara eléctrica, acaso lo hubiera amado. Pero es que nadie comprende a los niños.

FIN

lunes, 12 de agosto de 2024

Harrison Bergeron. Un cuento distópico de Kurt Vonnegut.

Era el año 2081, y todos eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley. Iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro. Nadie era más hermoso que ningún otro. Nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Dirección General de Discapacitación de los Estados Unidos.

Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto volvía loca a la gente. Y en este mes, húmedo y frío, los de la DGD se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.

Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia totalmente promedio, lo que significa que no era capaz de pensar en nada salvo por breves periodos. Y George, aunque tenía una inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja una pequeña radio discapacitadora. La ley lo obligaba a llevarla a todas horas. Estaba sintonizada a un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba un ruido agudo para evitar que las personas como George se aprovecharan injustamente de sus cerebros.

George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero de momento ella no recordaba por qué.

En la pantalla había unas bailarinas.

Una chicharra sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron aterrados, como ladrones que oyen una campana de alarma. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 11 de agosto de 2024

"LA PLANTA DE BARTOLO". Un cuento de Laura Devetach de su libro "La torre de cubos".

El buen Bartolo sembró un día un hermoso cuaderno en un macetón. Lo regó, lo puso al calor del sol, y cuando menos lo esperaba, ¡trácate!, brotó una planta tiernita con hojas de todos colores.

Pronto la plantita comenzó a dar cuadernos. Eran cuadernos hermosísimos, como esos que gustan a los chicos. De tapas duras con muchas hojas muy blancas que invitaban a hacer sumas y restas y dibujitos.

Bartolo palmoteó siete veces de contento y dijo:

—Ahora, ¡todos los chicos tendrán cuadernos!

¡Pobrecitos los chicos del pueblo! Estaban tan caros los cuadernos que las mamás, en lugar de alegrarse porque escribían mucho y los iban terminando, se enojaban y les decían:

—¡Ya terminaste otro cuaderno! ¡Con lo que valen!

Y los pobres chicos no sabían qué hacer.

Bartolo salió a la calle y haciendo bocina con sus enormes manos de tierra gritó:

—¡Chicos!, ¡tengo cuadernos, cuadernos lindos para todos! ¡El que quiera cuadernos nuevos que venga a ver mi planta de cuadernos!

Una bandada de parloteos y murmullos llenó inmediatamente la casita del buen Bartolo y todos los chicos salieron brincando con un cuaderno nuevo debajo del brazo.

Y así pasó que cada vez que acababan uno, Bartolo les daba otro y ellos escribían y aprendían con muchísimo gusto.

Pero, una piedra muy dura vino a caer en medio de la felicidad de Bartolo y los chicos. El Vendedor de Cuadernos se enojó como no sé qué.

Un día, fumando su largo cigarro, fue caminando pesadamente hasta la casa de Bartolo. Golpeó la puerta con sus manos llenas de anillos de oro: ¡Toco toc! ¡Toco toc!

—Bartolo —le dijo con falsa sonrisa atabacada—, vengo a comprarte tu planta de hacer cuadernos. Te daré por ella un tren lleno de chocolate y un millón de pelotitas de colores.

—No —dijo Bartolo mientras comía un rico pedacito de pan.

—¿No? Te daré entonces una bicicleta de oro y doscientos arbolitos de navidad.

—No.

—Un circo con seis payasos, una plaza llena de hamacas y toboganes.

—No.

—Una ciudad llena de caramelos con la luna de naranja.

—No.

—¿Qué querés entonces por tu planta de cuadernos?

—Nada. No la vendo.

—¿Por qué sos así conmigo?

—Porque los cuadernos no son para vender sino para que los chicos trabajen tranquilos.

—Te nombraré Gran Vendedor de Lápices y serás tan rico como yo.

—No.

—Pues entonces —rugió con su gran boca negra de horno—, ¡te quitaré la planta de cuadernos! —y se fue echando humo como la locomotora.

Al rato volvió con los soldaditos azules de la policía.

—¡Sáquenle la planta de cuadernos! —ordenó.

Los soldaditos azules iban a obedecerle cuando llegaron todos los chicos silbando y gritando, y también llegaron los pajaritos y los conejitos.

Todos rodearon con grandes risas al vendedor de cuadernos y cantaron "arroz con leche", mientras los pajaritos y los conejitos le desprendían los tiradores y le sacaban los pantalones.

Tanto y tanto se rieron los chicos al ver al Vendedor con sus calzoncillos colorados, gritando como un loco, que tuvieron que sentarse a descansar.

—¡Buen negocio en otra parte! —gritó Bartolo secándose los ojos, mientras el Vendedor, tan colorado como sus calzoncillos, se iba a la carrera hacia el lugar solitario donde los vientos van a dormir cuando no trabajan.
FIN

sábado, 10 de agosto de 2024

Mediadores de lectura: cómo guiar a los chicos en un laberinto de libros. Los inicios en la literatura suelen ser sinuosos, difíciles, y no alcanza con leer de todo: los padresy los maestros tienen un papel decisivo para que esa experiencia dure toda la vida

La construcción de un lector es un camino sinuoso. Más que una línea recta se parece a una rayuela: cada uno va saltando de un libro a otro, de acuerdo con sus posibilidades y las de quienes nos acompañan durante el recorrido. Más allá del trabajo de los docentes en la escuela, para establecer un vínculo temprano con la literatura es fundamental el rol de un mediador que funcione como un guía por el universo de las letras. La clave es marcar un sendero, despejarlo de fantasmas y procurar convertir la lectura en un hábito placentero.

Especialistas locales y extranjeros, desde la pedagoga y escritora colombiana Yolanda Reyes hasta el crítico y ensayista británico Aidan Chambers, sin olvidar a prestigiosos autores nacionales, como María Teresa Andruetto, Graciela Montes, Laura Devetach y Ema Wolf, destacan la importancia del adulto mediador en la iniciación a la lectura.

"No existen lectores sin camino y no existen personas que no tengan un camino empezado aunque no lo sepan", dice Devetach. La autora de La construcción del camino lector sostiene que "se necesitan adultos lectores que transmitan una actitud vital, un gusto por la lectura". A los padres y otros adultos mediadores está dirigido el libro Todo lo que necesitás saber sobre literatura para la infancia (Paidós), de María Luján Picabea, de reciente aparición.

"Siempre hay un mediador entre los chicos y los libros: los padres, los hermanos, los maestros, los bibliotecarios. El campo de la literatura infantil y juvenil tiene una particularidad: el que está adentro, como autor, teórico o crítico, tiene mucha información; el que está afuera, en cambio, está en un páramo y depende de la buena voluntad y el conocimiento de los libreros. Con la cantidad de novedades que se publican todos los meses se hace difícil elegir", asegura Picabea, periodista cultural especializada en literatura infantil. CONTINUAR LEYENDO
Fuente: La Nación. Argentina

viernes, 9 de agosto de 2024

"MEDITACIÓN EN EL UMBRAL". Un poema de Rosario Castellanos

No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.

Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.

Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Messalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
Otro modo de ser humano y libre.

Otro modo de ser.

martes, 6 de agosto de 2024

El ladrón de cadáveres. Un cuento de Robert Louis Stevenson.

Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes. 

Una oscura noche de invierno —habían dado las nueve algo antes de que el dueño se reuniera con nosotros— fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores se había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba de camino hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.

—Ya ha llegado —dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa. 

—¿Quién? —dije yo—. ¿No querrá usted decir el médico? 

—Precisamente —contestó nuestro posadero. 

—¿Cómo se llama? 

—Doctor Macfarlane —dijo el dueño. 

Fettes estaba acabando su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido «Macfarlane»: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda. CONTINUAR LEYENDO

domingo, 4 de agosto de 2024

"EL GRAN GRAMATIZADOR AUTOMÁTICO". Un cuento de Roald Dahl

—Bueno, Knipe, muchacho. Ya está todo acabado. Le he llamado simplemente para decirle que pienso que ha hecho un buen trabajo.

Adolph Knipe estaba de pie, inmóvil, ante la mesa del despacho del señor Bohlen. No parecía en absoluto entusiasmado.

—¿No está usted contento?

—Claro que sí, señor Bohlen.

—¿Ha visto lo que decían los periódicos esta mañana?

—No, señor.

El hombre que estaba detrás de la mesa atrajo hacia sí un periódico doblado y se puso a leer:
—«Acaba de concluirse la construcción de la gran calculadora automática, encargada por el gobierno hace algún tiempo. Probablemente se trata de la calculadora automática más rápida que existe en la actualidad en el mundo. Su función consiste en satisfacer la creciente necesidad de la ciencia, la industria y la administración de realizar con rapidez determinados cálculos automáticos, que en el pasado, y siguiendo métodos tradicionales, hubieran resultado físicamente imposibles o hubieran requerido más tiempo del que podían justificar los problemas que había que resolver. La velocidad a la que funciona la nueva máquina, ha declarado el señor Bohlen, director de la empresa de ingeniería eléctrica responsable de su construcción, puede calibrarse por el hecho de que en cinco segundos da la respuesta correcta a un problema que un matemático tardaría un mes en descifrar. En tres minutos puede realizar un cálculo que, a mano (y en el caso de que fuera posible), llevaría medio millón de hojas de papel tamaño folio. La máquina funciona con impulsos eléctricos, a razón de un millón por segundo, y puede resolver todos los cálculos basados en la suma, la resta, la multiplicación y la división. A efectos prácticos, sus posibilidades son ilimitadas…».
El señor Bohlen levantó la mirada hacia la alargada y melancólica cara del joven.

—¿No se siente orgulloso, Knipe? ¿No está usted contento?

—Naturalmente, señor Bohlen.

—No creo que sea necesario recordarle que su contribución ha sido muy importante, sobre todo en los planes originales. En realidad, podría decir que sin usted y algunas de sus ideas es posible que este proyecto estuviera aún en los tableros de dibujo.

Adolph Knipe restregó los pies sobre la alfombra mientras observaba las manos de su jefe, pequeñas y blancas, los dedos nerviosos que jugueteaban con un clip, estirando las curvas en forma de horquilla. No le gustaban las manos de aquel hombre, ni su cara, con aquella boca minúscula y aquellos labios finos de un rojo púrpura. Resultaba desagradable cómo movía sólo el labio inferior cuando hablaba. CONTINUAR LEYENDO

sábado, 3 de agosto de 2024

"PARA UN MEJOR AMOR". Un poema de Roque Dalton

Nadie discute que el sexo
es una categoría en el mundo de la pareja:
de ahí la ternura y sus ramas salvajes.
Nadie discute que el sexo
es una categoría familiar:
de ahí los hijos,
las noches en común
y los días divididos
(él, buscando el pan en la calle,
en las oficinas o en las fábricas;
ella, en la retaguardia de los oficios domésticos,
en la estrategia y la táctica de la cocina
que permitan sobrevivir en la batalla común
siquiera hasta el fin del mes).
Nadie discute que el sexo
es una categoría económica:
basta mencionar la prostitución,
las modas,
las secciones de los diarios que sólo son para ella
o sólo son para él.
Donde empiezan los líos
es a partir de que una mujer dice
que el sexo es una categoría política.
Porque cuando una mujer dice
que el sexo es una categoría política
puede comenzar a dejar de ser mujer en sí
para convertirse en mujer para sí,
constituir a la mujer en mujer
a partir de su humanidad
y no de su sexo,
saber que el desodorante mágico con sabor a limón
y el jabón que acaricia voluptuosamente su piel
son fabricados por la misma empresa que fabrica el
napalm
saber que las labores propias del hogar
son las labores propias de la clase social a que pertenece
ese hogar,
que la diferencia de sexos
brilla mucho mejor en la profunda noche amorosa
cuando se conocen todos esos secretos
que nos mantenían enmascarados y ajenos.

jueves, 1 de agosto de 2024

"CUENTOS Y RELATOS LIBERTINOS". VVAA

𝐔𝐧𝐚 𝐦𝐢𝐫𝐚𝐝𝐚 𝐩𝐫𝐨𝐟𝐮𝐧𝐝𝐚 𝐚 𝐥𝐚 𝐅𝐫𝐚𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐝𝐞𝐥 𝐬𝐢𝐠𝐥𝐨 𝐗𝐕𝐈𝐈𝐈

𝐂𝐮𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐲 𝐫𝐞𝐥𝐚𝐭𝐨𝐬 𝐥𝐢𝐛𝐞𝐫𝐭𝐢𝐧𝐨𝐬, una antología editada por Mauro Armiño, nos sumerge en la Francia del siglo XVIII, una época de contrastes donde la opulencia y la decadencia se entrelazaban. A través de una selección de narraciones de autores como Voltaire, Louvet de Couvray y Restif de la Bretonne, la obra explora los recovecos de la moral y la sexualidad de la época, desafiando las convenciones sociales y cuestionando los límites de la libertad individual.

Armiño, como editor, realiza una labor impecable al presentar una colección diversa y representativa de la literatura libertina. Desde la sátira mordaz hasta la exploración psicológica profunda, los relatos incluidos en la antología ofrecen un panorama completo de las distintas corrientes libertinas que florecieron en la Francia del siglo XVIII.

𝐔𝐧 𝐯𝐢𝐚𝐣𝐞 𝐚 𝐭𝐫𝐚𝐯𝐞́𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐅𝐫𝐚𝐧𝐜𝐢𝐚 𝐥𝐢𝐛𝐞𝐫𝐭𝐢𝐧𝐚

La obra nos invita a recorrer los salones parisinos, donde la filosofía y el libertinaje se mezclaban en acaloradas discusiones, y a adentrarnos en los burdeles clandestinos, donde se daban cita la lujuria y la transgresión. Los personajes que pueblan estas páginas son seres complejos y fascinantes, movidos por el deseo, la ambición y la búsqueda del placer.

𝐔𝐧𝐚 𝐥𝐞𝐜𝐭𝐮𝐫𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐚𝐟𝐢𝐚𝐧𝐭𝐞 𝐲 𝐞𝐧𝐫𝐢𝐪𝐮𝐞𝐜𝐞𝐝𝐨𝐫𝐚

Puede suponer una lectura incómoda para quienes no dejen en casa sus prejuicios morales e hipocresía. También debe entenderse en su debido contexto literario. Es decir, aspectos que resultarían obvios, pero que en estos tiempos de estupidez conviene aclarar. Los relatos que la componen desafían nuestras concepciones sobre la moral, la sexualidad y el papel de la mujer en la sociedad. Sin embargo, es precisamente esta incomodidad la que hace que la obra sea tan valiosa. Al invitarnos a reflexionar sobre estos temas, Armiño nos brinda la oportunidad de comprender mejor una época crucial de la historia y, de paso, cuestionar nuestras propias certezas.

𝐔𝐧𝐚 𝐨𝐛𝐫𝐚 𝐢𝐦𝐩𝐫𝐞𝐬𝐜𝐢𝐧𝐝𝐢𝐛𝐥𝐞 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐥𝐨𝐬 𝐚𝐦𝐚𝐧𝐭𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐥𝐢𝐭𝐞𝐫𝐚𝐭𝐮𝐫𝐚

𝐂𝐮𝐞𝐧𝐭𝐨𝐬 𝐲 𝐫𝐞𝐥𝐚𝐭𝐨𝐬 𝐥𝐢𝐛𝐞𝐫𝐭𝐢𝐧𝐨𝐬 es una obra imprescindible para cualquier lector interesado en la literatura francesa del siglo XVIII, la historia de la sexualidad o, simplemente, en una buena historia. La cuidadosa selección de Armiño, junto con la traducción fluida y precisa, hacen de este libro una experiencia de lectura enriquecedora y memorable.

𝐀𝐬𝐩𝐞𝐜𝐭𝐨𝐬 𝐚 𝐝𝐞𝐬𝐭𝐚𝐜𝐚𝐫
* Diversidad de autores y estilos narrativos.
* Exploración profunda de la moral y la sexualidad del siglo XVIII.
* Traducción fluida y precisa.
* Obra imprescindible para los amantes de la literatura y la historia.

𝐒𝐞 𝐩𝐮𝐞𝐝𝐞 𝐥𝐞𝐞𝐫 𝐲 𝐝𝐞𝐬𝐜𝐚𝐫𝐠𝐚𝐫 𝐞𝐧 𝐞𝐥 𝐬𝐢𝐠𝐮𝐢𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐞𝐧𝐥𝐚𝐜𝐞: