Me
mudé a una casa en pleno territorio gatuno. Es un barrio de casas viejas con
angostos jardines tapiados. Por nuestras ventanas traseras se divisan una
docena de tapias en una dirección y otra docena de tapias en dirección
contraria, de todos los tamaños y alturas. Árboles, hierba, arbustos. Hay un
pequeño teatro con tejados a distintas alturas. Aquí los gatos están en su
elemento. Siempre se les ve sobre las tapias, los tejados y en los jardines,
llevando una complicada existencia secreta, como las vidas de los chavales de
barrio, regidas por unas normas particulares e inimaginables que los adultos
nunca aciertan a descubrir.
Sabía que acabaríamos teniendo un
gato en casa. Tal como se sabe que si tu casa es demasiado grande al final
llegará alguien a instalarse en ella, hay ciertas casas que no se conciben sin
un gato. Durante algún tiempo espanté a diversos gatos que se acercaban a
husmear, queriendo averiguar qué tipo de sitio era aquél.
Durante todo el espantoso invierno de 1962, un viejo macho blanco y negro estuvo paseándose por el jardín y el tejado que cubría el porche trasero. Se sentaba sobre la nieve medio derretida del tejado; iba de aquí para allá sobre la tierra helada; cuando abríamos la puerta trasera apenas un instante, lo encontrábamos plantado delante, mirando hacia el cálido interior. Era francamente feo, con un parche blanco sobre un ojo, una oreja desgarrada y la boca siempre medio abierta con la mandíbula caída. Pero no era un gato callejero. Tenía un buen hogar en esa misma calle y nadie parecía entender por qué no se quedaba allí. CONTINUAR LEYENDO
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