martes, 4 de abril de 2023

BOROÑA. Un cuento de Leopoldo Alas Clarín

En la carretera de la costa, en el trayecto de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se detuvo el coche de carrera, al salir del bosque de la Voz, en la estrechez de una vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos y nogales, con los naturales tapices de la honda pradería de terciopelo verde obscuro, que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de Agosto, muy calurosa aun en Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que difundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle, entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso de la Voz que da sombra a la carretera en un buen trecho.

Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó, como pudo, y no con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencias de cana, vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado hecho trizas.

Pepe Francisca, D. José, Gómez y Suárez en el comercio, buena firma, volvía a Prendes, su tierra, después de treinta años de ausencia; treinta años invertidos en matarse poco a poco, a fuerza de trabajo, para conseguir una gran fortuna con la que no podía ahora hacer nada de lo que él quería: curar el hígado y resucitar a Pepa Francisca de Francisquín, su madre.

De la baca del coche sacó el zagal, con gran esfuerzo, hasta cuatro baúles de mucho lujo todos y vistosos y una maleta vieja, remendada, que Pepe Francisca conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a México, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. -Dio Pepe a los cocheros buena propina, y a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto en una nube de polvo.

Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje con que tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla; que la carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años, apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha e izquierda; monte arriba, monte abajo: todo estaba igual. Sólo faltaban algunos árboles y... su madre. -Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle, estaba la humilde casería que llevaban desde tiempo remoto los suyos. Ahora vivía en ella su hermana Rita, su compañera de llinda, en el Suqueru, casada con Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo en la servidumbre natural del terruño y en tomar la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. -Tenían cinco hijos, y por las cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le había pegado a Rita y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían siquiera. Le querían como a una mina. Y aquella era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no, entre ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿quién sabía? Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva-York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del oro, podría conseguirlo acaso el aire natural; pobre frase vulgar que él repetía siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un alma a quien faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno anhelo; el amor al rincón de verdura en que había nacido, del que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las amenazas del hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo, pero débil, y se le dio a escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pepa Francisca. La fortuna, después de grandes luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza, que procuraba por instinto de imitación, por obedecer a las sugestiones de los suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos aquí hasta que ganes todo lo que puedas!». Y no volvía; pero no soñaba con otra cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él diese la vuelta, y faltó la salud; con lo que el oro acumulado tomó para él color de ictericia. Veía con terrible claridad de moribundo la inutilidad de aquellas riquezas, convencional ventura de los hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante. CONTINUAR LEYENDO


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